La reciente campaña electoral en nuestro país fue, sin lugar a dudas, una de las más largas, profusas e intensas de las que se tenga memoria. Este proceso no solo dejó una profunda huella en el panorama político, sino que también abrió viejas heridas que no habían sanado del todo, y provocó nuevas heridas que siguen doliendo. Las elecciones, que deberían ser una celebración de la democracia, se convirtieron en un campo de batalla donde las malas artes y las estrategias cuestionables dejaron cicatrices profundas tanto en los partidos políticos como en la sociedad en general.
Es evidente que la clase política, en su afán por alcanzar o retener el poder, olvidó la importancia de mantener un criterio histórico y una visión a largo plazo. En lugar de consolidar la democracia, la llevaron al borde del abismo. La alta abstención registrada tanto en las elecciones de febrero como en las de mayo es un testimonio claro del desencanto y la desilusión que siente el electorado. Cuando una parte significativa de la población decide no participar en un proceso electoral, se cuestiona la legitimidad de las autoridades que resultan electas. Esta falta de participación además de poner en tela de juicio el mandato de los actuales gobernantes, también refleja una sociedad fragmentada, dividida y desconfiada de sus líderes.
La abstención no es sólo un número frío en las estadísticas, es un reflejo del estado emocional y psicológico de la población. Cuando los ciudadanos deciden no votar, no lo hacen por apatía, sino porque sienten que ninguna de las opciones disponibles los representa. Esta decisión es una forma silenciosa de protesta, un grito que dice que el sistema, tal como está, no responde a sus necesidades ni a sus expectativas. En este contexto, las decisiones y acciones del gobierno deben ser cuidadosamente planificadas, igual que también deben ser implementadas con una sensibilidad y un tacto extraordinarios. Cualquier medida que no tenga en cuenta este delicado estado de ánimo social corre el riesgo de ser vista como una imposición, lo que podría agravar aún más las tensiones existentes.
El panorama político actual es, por lo tanto, extremadamente frágil. Los partidos políticos, especialmente aquellos que resultaron derrotados, se encuentran en una situación delicada. Muchos de ellos han quedado gravemente heridos, y algunos incluso al borde de la desaparición. Esta fragmentación política es un reflejo de la fragmentación social. Los líderes que no supieron leer el momento histórico han contribuido a profundizar esta crisis. La democracia, lejos de fortalecerse, ha tocado fondo. Si no se toman medidas urgentes para restaurar la confianza en el sistema, corremos el riesgo de ver un deterioro aún mayor de nuestras instituciones.
Es crucial que el gobierno, en lugar de actuar con soberbia o triunfalismo, adopte una postura de humildad y apertura. Este no es el momento de imponer una agenda política a toda costa, sino de buscar el consenso y la reconciliación. Las decisiones que se tomen en este momento histórico deben ser el resultado de un análisis meticuloso y de un diálogo amplio e inclusivo. Sólo de esta manera se podrá empezar a sanar las heridas abiertas y a reconstruir la confianza en nuestras instituciones.
No podemos ignorar los actos que, sin piedad ni magnanimidad, acometieron algunos agentes del partido de gobierno durante la campaña. Estas acciones han dejado una marca imborrable en la memoria colectiva. La población no olvida fácilmente, y mientras estas heridas sigan abiertas, será imposible avanzar hacia una sociedad más justa y equitativa. Es imperativo que el gobierno reconozca estos errores, tanto en palabras, como en hechos. La magnanimidad y la piedad no deben ser vistas como signos de debilidad, sino como muestras de verdadera fortaleza y liderazgo.
El camino hacia la recuperación será largo y arduo. No se trata sólo de implementar políticas públicas, sino de reconstruir el tejido social. Esto requerirá un esfuerzo conjunto, donde tanto el gobierno como la sociedad civil trabajen de la mano para restaurar la confianza y fortalecer la democracia. El reto ahora es superar las divisiones, sanar las heridas y reconstruir una sociedad en la que todos, independientemente de su posición política, se sientan representados y valorados.
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