Yo que presumo de dialéctico, que apuesto siempre por el relevo y los cambios generacionales, no he podido asimilar a la Pucamayma sin Agripino. La salida de monseñor de la academia es como quitar la sal a la tierra y dejarla sin sabor.
Yo que presumo de mi memoria afilada, del dominio de contexto y de saber quién es quién en cada instancia de poder social, político y económico, me quedo en el vacío si me preguntan por el nombre de nuevo rector de la academia.
Es que nací, crecí y me multipliqué, bajo el mandato bíblico de poblar el mundo, sabiendo que Agripino era el rector. Universidades tenemos de más y contamos con rectores a granel, pero “el rector” –destacado con las comillas para ponerle su sentido único e inconfundible- es Agripino.
Agripino es la Pucamayma y la Pucamayma es Agripino. Excluir a uno de la otra o a la otra de aquél es como constituir un ente manco, cortar por la mitad un simbolo, derribar un ícono, sustraer la esencia a una marca, transformarla hasta convertirla en desconocida.
Sin Agripino la Pucamayma me resulta ajena, un ente extraño asomado a mi puerta, indescifrable, sin perfil, misterioso y confuso. Cuando pienso en la Pucamayma la imagen acústica que elaboro no son las reconocidas siglas ni el gorro prismático, solemne y distintivo. Es la voz de Agripino.
Aquella voz peculiar que superó la tartamudez y lo estropajoso para crear el ritmo, la cadencia y el tono propios de un mediador por excelencia, de un interlocutor válido en momentos de conflictos políticos y conflagraciones sociales.
No digo que sin Agripino la Pucamayma morirá. Ella seguirá viviendo porque el mismo monseñor trabajó para consolidar una institución transhistórica que superará siempre la corta vida de la gente. Pero la salida de Agripino deja un vacío insondable en la marca Pucamayma, aunque su cotidianidad transcurra sin mayores tropiezos, aunque se produzca una revolución interna.
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