Con un relato ágil en tiempo fragmentado, se abre esta obra que de inmediato concita nuestra atención. Es 1857 y la tripulación de un barco danés atascado en un mar congelado, avista un estruendoso suceso a poca distancia, y luego a una criatura corpulenta con signos de heridas y manchas, producto de una confrontación que veremos más luego.
Todo es confusión, tras órdenes de disparar se nos muestran las dotes sobrehumanas de este «hombre» con gruñidos de bestia, envuelto en harapos chamuscados, y quien nombra y señala a su creador, Víctor Frankenstein, herido y recién rescatado por los tripulantes.
La licencia creativa del coguionista y director Guillermo del Toro (Guadalajara, México, 1964) le permite exponer rápidamente otro brote de confrontación donde la criatura, interpretada por Jacob Elordi (Brisbane, Australia, 1997) exhibe virtud destructiva, fuerza asombrosa, agilidad, comunicación verbal articulada y capacidad de músculos y tejidos regenerativos, incluso supervivencia en condiciones muy adversas.
Toda esta fantasía se desprende a partir de la obra original, Frankenstein o el moderno Prometeo, de la británica Mary Shelly (Londres, 1797-1851), publicado el 1 de enero de 1818 y enmarcado en la tradición de la novela gótica, «considerada la primera novela de ciencia ficción moderna y que logra inaugurar el género».
Este estreno de Netflix, del 7 de noviembre, revela a Del Toro en un terreno fascinante para su gusto como apasionado del terror y lo sobrenatural, dando nueva vitalidad a una obra admirada por legiones de lectores, adaptada ampliamente al teatro y al cine, con una criatura que genera compasión, y la tozudes de hombres abordando temas como la moral científica, la creación y destrucción de vida; el desafío a la condición natural de la humanidad y los dilemas morales de jugar a ser Dios.
Como «un maestro del cine gótico, de monstruos, del terror y el misterio; y atraído por lo oscuro, por seres incomprendidos, por la muerte y lo oculto, Del Toro crea arte, construye mundos y universos complejos» y a su ya curiosa galería de bichos, insectos y criaturas, que van desde el extraño mecanismo de Cromos, al fantasma de un niño en El espinazo del diablo, pasando por los personajes de Hellboy (donde destacan el protagonista titular, una variedad de elfos, insectos y Abe, una combinación entre humano y pez, que más adelante inspiró al ente de La forma del agua), sin olvidar la misteriosa mandrágora y la luciérnaga que guía hasta el bosque y lugar del fauno, a su colección le faltaba esta versión de la obra que desde muy jovencito tenía pendiente abordar.

En la trama, el doctor Víctor Frankenstein (encarnado por el guatemalteco Oscar Isaac), con título nobiliario de varón, estrictamente educado por su riguroso padre (el usualmente malvado y despiadado Charles Dance (Gosford Park, 2001), The Imitation Game (2014) y Juego de tronos (2011), Víctor verá que su progenitor y cirujano no pudo prolongar la vida de su madre y eso motiva retos.
A partir de entonces intenta superar el suceso, experimentando con sujetos compuestos de partes humanas recién fallecidos, conectando músculos, nervios, flujo de energía eléctrica capaz de dar nuevos movimientos y reacciones a seres deformes, con nuevas voluntades, pero carentes de conciencia, alborotando a la comunidad académica y científica, y resuena la frase «solo los monstruos juegan a ser Dios».
La ruta del científico no estará libre de rechazo hasta la llegada de un patrocinador (personaje creado por Del Toro, ya que no existe en la obra original) que suple alojamiento y equipos, Harlander (Christoph Waltz), tío de Elizabeth (Mia Goth), la novia de William (Felix Kammerer), hermano de Víctor. Ella también será parte de la discordia del relato.

El propósito del doctor Frankenstein –de colectar cuerpos altos, de extremidades largas que se recogen en campos de batalla–, es un terreno fértil para Del Toro, ganador en tres ocasiones del premio Óscar, introducir giros y ambientaciones a esta obra de la que hemos visto versiones hechas desde 1910, y abordada por múltiples directores en diversos tonos.
La antológica escena de la persecución del monstruo y el incendio del granero, de la muy valorada versión de James Whale, de 1931, ahora cambian de lugar y contexto: por igual el encuentro del monstruo y la niña María, jugando con flores a orillas del lago también aquí está cambiado, y así otras escenas.
Frankenstein, un personaje que hemos visto principalmente encarnado por Boris Karloff, Glenn Strange, Peter Boyle y Robert DeNiro, al margen de otras producciones, aún tiene el poder de atraer audiencia y tolerar cambios sin afectar su esencia. El desenlace del patrocinador Harlander será caótico a partir de una propuesta que rechaza Víctor, previo a esto sobresale el aspecto estético del castillo-laboratorio en decadente ruina de donde surgirá la atormentada criatura.

El filme, que se plantea desde el barco estancado, mientras el doctor y la criatura se confrontan bajo tensión, va y viene en el tiempo –ubicando el pasado especialmente en Edimburgo, Escocia–, y en ningún momento decae en su ritmo. Los eventos de la primera parte se alternan con un pasado de debates académicos, de ambiente señorial, de castillo con salones y biblioteca relucientes, y servidumbre testigo de cortantes órdenes de un padre estricto.
En su segunda mitad exhibe una combinación de sosiego y acción, con melodramatismo, romanticismo, esplendor y musicalidad (loable labor del compositor Alexandre Desplat), con escenas sutiles de tonos casi poéticos a partir de la interacción de Elizabeth y el tramo narrado por la criatura, ambas alternadas con conatos trágicos. Ella encarna compasión ante la criatura incomprendida.
El pasado y origen del monstruo, encadenado, plantea la ingenuidad de un niño grande que no pidió venir a la vida a experimentar un entorno violento, a observar lo metafórico de una hoja que coloca en la alcantarilla y esta puede escaparse del laboratorio, pero él no, hasta que decisiones trágicas lo impulsan a descubrir toda su fuerza y paradójicamente esas cualidades serán más adelante detestada por la criatura, debido a su condición de soledad e inmunidad casi total cuando desea pasar a otro plano existencial y su creador enfrentará esa disyuntiva. La criatura, con su asombrosa fuerza libera a la nave del hielo y opta por un camino de soledad en el frio entorno congelado.
Amplios decorados y ambientaciones capturan parte del esplendor del imperio británico de la época victoriana –reinado de Victoria (de entre 1837 a 1901)– y están en escena para la labor fotográfica del danés Dan Laustsen, responsable de dos obras previas del mexicano, La forma del agua (2017) y el remake El callejón de las almas perdidas (Nightmare Alley, 2021).
Igualmente, Alexandre Desplat vuelve a aportar su música para Del Toro luego de sus premios por La forma del agua, en esta ocasión la partitura no se satura de acordes ominosos de terror, sino más bien flota en la esencia musical del periodo temporal de la historia causando deleite y subrayando especialmente el relato de la criatura.

El filme es disfrutable de principio a fin con las intensas interpretaciones de Oscar Isaac y Jacob Elordi en brillantez pareja. Este ultimo asumió el papel dejado por Andrew Garfield tras problemas de agenda debido a la pasada huelga de actores de 2023.
Cómo surgió la obra literaria
Breve historia: en mayo de 1816, –en pleno apogeo de la llamada Revolución Industrial, en que la electricidad y la industria están en pleno apogeo de transformación económica, social y tecnológica– Mary Godwin, quien ya había visto fallecer a su madre y a dos de sus hijos, esposa del poeta y filosofo romántico, Percy Shelley y su ultimo hijo viajaron a Ginebra, Suiza, para pasar el verano con el poeta Lord Byron y su joven médico, John William Polidori. Alquilaron la villa Diodati, cerca del lago Lemán, en el pueblo de Cologny.
Pasaron el tiempo escribiendo, navegando por el lago y conversando hasta altas horas de la noche. Entre otros temas, las conversaciones se basaban en los experimentos del filósofo del siglo XVIII Erasmus Darwin, del que se decía que había animado materia muerta, y de la posibilidad de devolverle la vida a un cadáver o a distintas partes del cuerpo.
Sentados alrededor de una fogata en la villa de Byron, el grupo también se entretenía leyendo historias alemanas de fantasmas. Esto llevó un día a Byron a sugerir que cada uno escribiese su propia historia sobrenatural. Poco después, durante un sueño, Mary Godwin concibió la idea de Frankenstein.
Para 1818 publicó la obra de forma anónima, ya que pocos podían creer que una mujer pudiera escribir una novela de ciencia y horror. Cinco años después reclamó la autoría y en 1823 se publicó la primera edición con su nombre en ella.
Shelley también se inspiró de los debates científicos de su época, especialmente en torno al vitalismo y al galvanismo. El vitalismo sostenía que la vida no podía explicarse solo por la materia, sino que dependía de una fuerza invisible presente en los seres vivos. El galvanismo, en cambio, proponía que la electricidad podía producir movimiento en tejidos inertes.
Giovanni Aldini, sobrino del médico Luigi Galvani, fue quien llevó más lejos los experimentos eléctricos. Galvani había descubierto que, al aplicar electricidad en las patas de una rana muerta, estas se contraían como si revivieran. El público interpretó que la electricidad podía devolver la vida. Aunque en realidad eran simples contracciones musculares, eso causó conmoción. La novela advertía sobre la arrogancia del conocimiento irresponsable.





Comentarios