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Madrid, España.– La Puerta del Sol es el corazón palpitante de Madrid y en esta ocasión sus palpitaciones se sincronizaba con las mías. Javier como buen guía de turistas, me grita: «¡Hombre ya!», y me frena de golpe, contengo la euforia aún con la canción sonando en mi cabeza, le pongo control a mis emociones y me sumo nuevamente al grupo de turistas que se arremolinaba frente al reloj de la Real Casa de Correos, como si esperaran el conteo de fin de año, pero lo único que se avecinaba eran los diferentes grupos del free tour y más personas haciendo la fila para la foto en el «Km. 0».
Javier nos mueve a la estatua de Carlos III que cabalgaba inmóvil y orgulloso casi en frete a la Real Casa de Correos, dice: –Carlos III ha pasado a la historia como «el mejor alcalde de Madrid» aunque nunca fue alcalde–. Busco el ángulo perfecto, para fotografiar aquellos 2,800 kilos de bronce.
Javier prosigue: fue nombrado así por su enorme labor urbanística en la ciudad, y fueron los propios habitantes de la ciudad quienes decidieron donde colocarían su escultura. –Y todos seguimos buscando el lugar correcto, para hacerle unas buenas fotos–.
Javier nos dice: –Síganme, ahora vamos a ver otro de los símbolos importantes de la ciudad. «¡El Sol de Andalucía embotellado!», nos señala la azotea de un edificio, y allí, elevándose sobre todo, un enorme anuncio de neón del jerez Tío Pepe, que me guiñaba un ojo, rápido tomo mi cámara y disparo varias veces. Através del lente podía ver algo indecente y entrañable, en aquella botella sonriente con sombrero y chaqueta roja y las manos en la cintura.

El guía, Javier, dice: –Este viejo letrero que se instaló por primera vez en 1936, estuvo viajando de azote en azotea y ha sobrevivido a guerras, dictaduras y alcaldes con un enorme deseo de beberse el jerez y tirar la botella–. En el 2011 cuando el cartel fue retirado por obras, un grupo de madrileños empezó una campaña en línea para traerlo de vuelta. Reunieron más de 50,000 firmas. Se dice que ni el Guernica, ni Cervantes habían conseguido tanto fervor digital.
Tres años después, en 2014, el Tío Pepe regresó con luces LED, rejuvenecido, como un anciano que pasa por la sala de un cirujano plástico. Me hizo gracia pensar que una ciudad entera se había unido no por una causa política, sino por un letrero de jerez. Habían logrado un indulto oficial y el derecho a reinar a perpetuidad sobre la plaza. Javier: –Aquí los iconos se defienden– y lo dice con una mezcla de arrogancia y ternura, –aunque sea un anuncio de alcohol– y sonríe.
«Y mientras los pájaros visitan al psiquiatra», según Joaquín Sabina, a mi lado, el sonido del obturador hace un «clic», un turista estadounidense, bien relajado, levantó la cámara y preguntó si el Tío Pepe era una especie de santo local. Nadie respondió. Yo le dije, aunque por el día no destelle su aureola de neón, él es, el patrono del optimismo luminoso de la puerta del sol. Dice Javier: –Parece que al guiri, ¡se le ha subido el tomillo a la cabeza!», y echamos todos a reír.

Con el sol cayendo oblicuamente sobre la puerta del sol, Javier levanta su paraguas amarillo y naranja como buscando la constelación de la Osa Menor, y nos señala hacia el comienzo de la calle Alcalá. Todos nos ordenamos detrás de Javier y seguimos sus pasos, abriéndonos camino entre los demás turistas, con una coreografía que parecía perfectamente ensayada, con la imaginación desbocada y una mezcla de acentos.
El grupo llega a la estatua de bronce del «Oso y el Madroño» que nos recibieron erguidos en una esquina donde no pasan desapercibido. Javier, anunció la estatua con voz de juglar cansado, y prosiguió. –Esta se inauguró un 10 de enero de 1967–. Una turista mexicana, con bufanda de Harry Potter, levanta la mano y pregunta. –¿Y de verdad pesa veinte toneladas?–.
–Veinte, con pedestal incluido– respondió Javier. Cuando la pusieron, algunos temían que el suelo de la Puerta del Sol se hundiera. Y no era paranoia: aquí debajo hay túneles, cables y una compleja red de infraestructuras, principalmente la estación de metro «Sol». Mientras los flashes de los demás visitantes parpadeaban como luciérnagas alcohólicas y ahuyentaban a palomas que discutían sobre geopolítica urbana y que por momentos se distraían jugado a ensuciar paraguas.
–Aquí, el oso– o la osa, según a quién le preguntes, imitando el tono absurdo de Joaquín Reyes, y si todavía te saltan dudas pregúntale a López de Hoyos, quien fuera cronista de Felipe II. El escultor fue Antonio Navarro, lo fundió en 1967, pero el alma del oso es mucho más vieja. Tiene siglos de polvo, de pregones y de historia. Su primera aparición fue en 1212, cuando unos caballeros madrileños marcharon a Las Navas de Tolosa con un estandarte que mostraba un oso bajo las siete estrellas de la Osa Menor.

Una década después, esta vez sobre un pergamino. En 1222, el rey Alfonso VIII, que era más listo que un tiguere de Lavapiés, firmó un decreto para resolver una riña entre la Iglesia y el Ayuntamiento. El monarca, cansado de oír a frailes y concejales discutir como vecinos por una tapia, decidió repartir el mundo en dos: los árboles y los bosques (el madroño) para la ciudad, los animales y las llanuras (el oso) para la Iglesia. Y así nació el escudo de Madrid: mitad selva, mitad fe.
–Le grito, ¡Felipe! Al oso, no te lo comas todo, déjame algo–. Y una andaluz que nos acompañaba, me dice: –El dulce de sus bayas es espectacular–.¡Vaya, guapa! Espectacular es el licor– dice Javier. –Sí– digo, en forma de interrogante, y pactamos tomarnos unos chupitos, aquello se convirtió en el primer convenio colectivo de la historia entre guía y turista. Y sonreímos todos.
La calle Alcalá se abre ante nosotros con más 600 números siendo la calle más larga de Madrid, con teatros: columnas, cúpulas, estatuas y ese aire de antigua capital de imperio que ahora convive con turistas comiendo helado a las diez de la mañana, a la vez que disfrutan de su historia y cultura. Pasamos frente al Four Seasons Hotel Madrid, ese templo del lujo que antes fue el edificio del Banco Español de Crédito.

–Aquí, les cuento, hay habitaciones que cuestan más de $25,000. Una señora brasileña, asegura que se ha hospedado ahí. Javier le dice: –Pero cuente, ¿usted tiene mucha pasta entonces?–. Ella dice que no, que la invitaron y no tuvo que pagar nada. Javier: –Yo también quiero una invitación así– y las carcajadas no se hicieron esperar. Una señora que miraba con detenimiento, murmura: –Esto parece una catedral–.Casi, le respondo, solo que aquí los fieles rezan a San Visa Platinum o San American Express Centurión.
Seguimos caminando y nos detenemos brevemente frente a la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. –Aquí fue profesor Goya– anuncio Javier. –En 1785, Goya se unió a la Real Academia y más tarde fue nombrado Director de Pintura en 1795–. Levanto la ceja y me quedo con deseo de más. Nos muestra el monumento a Francisco Alonso, compositor madrileño de zarzuelas, sin detenernos del todo. –Él escribió «Los nardos», ¿la conocen?–. Un silencio, retumbo. –En su tiempo, llenaba los teatros más importantes–.
Nos paramos bruscamente frente a un Starbucks. –Bueno, señoras y señores– empieza diciendo mientras ajusto su micrófono, –aquí nos tomaremos un café cortesía del tour, y una gran sonrisa de Grinch se le dibuja en el rostro. –Es coña. Aquí vamos a conocer a uno de los madrileños más queridos del siglo XIX… y no, no es un torero, ni un artista, ni un poeta. Es un perro, o como diría Bolaños un perro romántico–.

Les cuento que, allá por 1879, un marqués estaba cenando aquí en lo que antes era el Café de Fornos, cuando un perro callejero entró con paso decidido, olfateó las mesas y se ganó un pedazo de asado. Aquel marqués, conmovido, lo bautizó como «Paco», en honor a San Francisco de Asís. Y desde entonces, Paco se convirtió en el cliente más fiel del café y en la mascota de toda la ciudad.
Paco dormía cada noche junto al tranvía de Alcalá, bajo la lluvia o el frío, porque prefería la libertad y al mismo tiempo asistía a teatros, corridas de toros y cafés, y era saludado como una celebridad, todos los seguían como si fuera una estrella de rock. Dicen que incluso el rey lo conocía. Cuando no le gustaba una obra, ladraba; cuando le gustaba, pedía otro trozo de carne. El perro «Paco», ya no está con nosotros y nos muestra una estatua de él, y todos la acariciamos como si estuviera vivo, un niño que nos acompañaba con su padre, saca una galleta del bolsillo y la pone arriba del hocicó, acariciándole la cabeza.
–Gracias, te dice «Paco»,— le dijo Javier. Y si sientes que algo invisible te sigue hasta el hotel, no te preocupes. Es «Paco», asegúrense de que hayan dejado su propina. Madrid, donde a veces «las estrellas se olvidan de salir…» la gente o la cosa más significativa aparecen disfrazada de casualidad, donde la magia suele aparecer por los bares, pide una caña… y luego desaparece en la cotidianidad.





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