12/07/2025
Crónicas de Poder

Cuando la ciudad se vende

En los últimos años, muchas ciudades del mundo han comenzado a experimentar un fenómeno que, aunque a primera vista parece positivo, esconde profundas amenazas para la vida urbana: la turistificación. Este proceso ocurre cuando un territorio, en su afán de captar visitantes, rediseña su economía, su espacio público y hasta su cotidianidad, orientándola casi exclusivamente al turismo. Lo que comienza como un impulso al desarrollo, termina convirtiéndose en una transformación silenciosa que expulsa a sus propios habitantes.

La turistificación no es lo mismo que el turismo. No se trata de oponerse a que lleguen visitantes, ni de renegar de los beneficios que puede traer el sector. Se trata, más bien, de advertir qué pasa cuando una ciudad deja de pensarse a sí misma como un hogar y comienza a venderse como producto. Cuando se convierte en una postal, en un decorado, en un lugar para mirar, pero no para vivir.

Ciudades europeas como Venecia, Barcelona o Lisboa han sentido en carne propia este fenómeno: alquileres impagables, vecinos desplazados por la avalancha de alquileres temporales, comercios tradicionales sustituidos por tiendas de souvenirs y bares temáticos, y centros históricos convertidos en zonas exclusivas para el visitante extranjero.

En nuestro país, estamos empezando a transitar ese mismo camino. Zonas como la Ciudad Colonial en Santo Domingo, el centro histórico de Puerto Plata o sectores tradicionales de Samaná y Las Terrenas muestran señales claras: remodelaciones orientadas al gusto foráneo, permisos que priorizan hoteles o restaurantes por encima de viviendas, restricciones para los residentes, y una creciente desconexión entre los espacios turísticos y la vida del ciudadano común.

La Ciudad Colonial, por ejemplo, ha vivido una prolongada intervención urbana bajo el pretexto del embellecimiento para atraer más turistas. Pero detrás de esa narrativa se esconden conflictos reales: pequeños negocios familiares que han tenido que cerrar, residentes que no encuentran dónde vivir debido al aumento de alquileres, y normativas rígidas que impiden adecuaciones básicas a viviendas mientras hoteles crecen sin freno. El resultado es una ciudad patrimonial que se embellece para ser contemplada, no para ser habitada.

En Puerto Plata, muchas casas del centro histórico han sido vendidas a cadenas hoteleras o adaptadas como alojamientos para visitantes. Esto ha ido desplazando progresivamente a sus antiguos moradores, quienes no pueden competir con el mercado turístico. Y en los polos costeros del Este, el fenómeno se agudiza: playas privatizadas de hecho, comunidades enteras desconectadas de la infraestructura turística que las rodea, y trabajadores que deben viajar largas distancias porque ya no pueden costear vivir cerca de donde laboran.

La turistificación transforma el derecho a la ciudad en un privilegio condicionado por el dólar y el euro. Y esto no es progreso: es desequilibrio social. Un desarrollo inteligente no excluye, no borra memorias, ni convierte los espacios comunes en vitrinas. Por eso, necesitamos una política de turismo urbano con enfoque de derechos, que ponga límites, que garantice la participación de la comunidad y que distribuya equitativamente los beneficios.

Se puede hacer turismo sin perder el alma de nuestras ciudades. Pero para eso hay que gobernar con la gente, no con los inversionistas. Y hay que recordar siempre una verdad incómoda: cuando el turismo sustituye a la vida, lo que se pierde no es sólo la ciudad, sino su dignidad.

Por eso urge una conversación nacional sobre el modelo de turismo que queremos y sus límites en los espacios urbanos. No se trata de frenar el desarrollo, sino de exigir que sea equilibrado, sostenible y justo. Que el turista venga, sí, pero que cuando se vaya, no se lleve también al vecino.

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