En el imaginario colectivo, muchos ciudadanos sueñan con vivir en una ciudad donde el transporte público sea sinónimo de eficiencia, seguridad y comodidad. Un sistema en el que moverse sin un vehículo propio no represente una pesadilla diaria, donde la puntualidad sea un derecho y no un golpe de suerte, y en el que el respeto entre usuarios y operadores sea la norma. En teoría, un escenario ideal. En la práctica, una utopía que se desvanece entre filas interminables, hacinamiento y un servicio que deja mucho que desear.
Cada día como usuario del transporte público en Santo Domingo surge la misma interrogante: ¿se trata de una cuestión de educación o de calidad en los servicios? Desde una óptica personal y con pocas dudas al respecto, la respuesta es evidente: ambos factores se entrelazan en una espiral de deficiencias que afectan a miles de ciudadanos. Como plantean diversas teorías del comportamiento humano, el entorno moldea las conductas. Un sistema deficiente genera respuestas individuales que, lejos de mejorar la experiencia colectiva, la empeoran.
A raíz de la pandemia, se establecieron medidas de distanciamiento en el Metro de Santo Domingo, implementando filas en el exterior de las estaciones para evitar la aglomeración. Sin embargo, con la emergencia sanitaria superada, esta práctica ha persistido, convirtiéndose en una tradición involuntaria que, lejos de aportar orden, genera incomodidades y retrasos innecesarios. Es común ver colas que se extienden por cuadras, obligando a muchos usuarios a buscar rutas alternativas, a menudo recurriendo a servicios como Uber Moto, con la esperanza de evitar la tediosa espera.
Dentro de los vagones, la realidad no es más alentadora. La capacidad máxima parece ser solo un número en teoría, mientras que, en la práctica, los usuarios se ven obligados a entrar en un espacio saturado, donde los empujones y la falta de civismo son parte de la experiencia diaria. El respeto a los asientos preferenciales es una excepción, los gritos de embarazadas pidiendo un mínimo de consideración quedan en el aire, y la convivencia se torna caótica. Sumemos a esto la falta de ventilación adecuada y la convivencia con olores poco agradables, y el panorama es evidente: el sistema necesita urgentemente una reestructuración.
La solución a esta problemática no radica únicamente en mejorar la infraestructura del transporte público, sino también en fomentar una cultura de respeto y convivencia entre los ciudadanos. Un servicio digno comienza con condiciones adecuadas, pero se fortalece con la educación y el compromiso de quienes lo utilizan. Mientras no haya una transformación real, el ideal del transporte eficiente seguirá siendo solo un guion de ficción.
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