El sonido tenebroso del piano de Dante Cucurullo marca el comienzo de A puerta cerrada. De a poco, se va intensificando una atmósfera pesada con la proyección de imágenes que recrean un montaje con características de thriller, de drama existencialista en el que la muerte sorprende a tres personas que, como de costumbre en este tipo de argumentos, se resisten a saberse muertos.
Dirigida por Carlos Espinal –en lo que es el noveno montaje de de los Actores de Planta del Teatro Nacional Eduardo Brito–, A puerta cerrada es una representación de la conocida obra del francés Jean-Paul Sartre, que se estrenó en París en mayo del 1944. Quien mejor que el filósofo del existecialismo para abordar la incertidumbre del ser humano frente a la muerte.
Sobrecogido por la música, con el piano como otro personaje de la historia, complementando la banda sonora con la tumba de Juan Junior García y el trombón de Daniel Hernández Gracia, salen a escena Patricia Ascuasiati, la controladora del ascensor que va introduciendo a cada uno de los personajes. José Lora (Checho) es el primero en llegar. Recibe instrucciones sobre el porqué de las cosas y el porqué está donde está, quedando la duda latente en el intercambio verbal entre ambos.
La presencia de Ascuasiati, con su vistoso vestuario, impregna un halo misterioso, que se intensifica con sus gestos, sus silencios, su mirada inquietante. A pesar de sus breves intervenciones, encarna un personaje con fuerza, como si fuera ella el eje central de la historia. Sabrina Gómez Garden es la segunda de abordo. Es protagonista de su propio relato, defiende a capa y espada su pasado, su predilección sexual, tema hoy en día muy actual.
Sabrina, que se inició como actriz en el teatro en la comedia Bano de damas, refleja un mayor crecimiento interpretativo, que sobresale como la que más del resto del elenco. En contra de su interpretación, si bien es cierto que «la entonación regula la altura de la voz y los acentos de la frase» como escribiera Patrice Pavis en su Diccionario del teatro (1996), la actriz mantiene un «actitud» interpretativa que no reduce su ritmo de confrontación, de rabia, malicia, rencor y hasta resentimiento social contra todo lo que fue y sigue siendo más allá de la vida.
La actriz Ana Rivas, que debutó en el teatro en el 1999 con el personaje de Rizzo en el musical Grease, es la última en entrar a escena. Recae sobre su personaje, sin duda, los momentos menos dramáticos, que saca las risas fugases a lo largo de toda la representación de este clásico de Jean Paul-Sartre.
Carlos Espinal, veteranísimo artista del teatro, logra un montaje convincente, pesado pero convincente en su conjunto. Logra exprimir la última gota del elenco, con una puesta en escena diáfana, limpia. Es de gran satisfacción que en estos tiempos en que la pandemia del Covid-19 empieza a ceder, volver al teatro y tener la oportunidad de una obra con estos estándares.
Ya cuando Checho, Ana y Sabrina –cada quien con su cruz existencial a cuesta– entran en calor interpretativo, es cuando se puede apreciar una labor más compacta gracias a su compenetración grupal. A puerta cerrada saca a relucir el indescifrable destino de nuestras almas cuando llegamos al más allá, más allá de lo que pudiéramos creer si el infierno es una posibilidad inevitable.
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