Durante la pandemia del coronavirus, los medios de comunicación profesionales, que ofrecen un periodismo con criterio ontológico y raíces científicas, han recuperado una parte de su terreno perdido frente al influjo de las redes sociales.
La gente se volcó, desde el inicio de la emergencia sanitaria, a procurar información creíble, segura y orientadora y supo que solo la hallaría en las plataformas de comunicación que desde hace siglos acompañan el desarrollo de la sociedad.
El repentismo, la vanidad y la insoportable levedad de las redes sociales, desreguladas, caóticas, irresponsables, amorfas, entregaron toda clase de conjeturas y desorientaciones.
Hay estudios que registran un retorno masivo de la audiencia a la televisión y a los medios tradicionales, especialmente en versión digital, en busca de algo que casi todos apreciamos: la verdad y el contraste.
La crisis ha creado disturbios en toda las esferas de la vida. Los medios de comunicación no son la excepción: caída de los ingresos por publicidad, baja en la circulación, despido de personal, reducción de volumen de impresión, y otros impactos, definen su cuadro crítico.
Conviene al poder económico, privado y Estatal, contribuir con la sobrevivencia de las plataformas mediáticas que orientan, comprenden e interpretan el devenir de la sociedad, a pesar de sus falencias.
Una brillante y joven empresaria me hablaba recientemente de este tema y me indicaba: Lo peor que le puede ocurrir al empresariado, al país y a su institucionalidad es caer atrapados en manos de la posverdad, donde no existe la enmienda, la réplica, la corrección ni el contexto, pero sí la subjetividad, el morbo y, con frecuencia, el chantaje.
La fascinación por los “influencers” es un fenómeno que no impugno. Llegan a amplios públicos, siembran percepción, pueden motivar comportamientos y actitudes, pero son también el nido principal de la posverdad que es, en sí, una de las peores amenazas de estos tiempos.
Las marcas tradicionales de medios no son un dechado de virtud y acogen a sujetos aberrantes, corruptos, antiéticos, pero tienen el ADN democrático, los fundamentos filosóficos y el “know how” de la información como servicio público.
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