Uno de los obstáculos para el avance institucional de la República Dominicana es el clientelismo, que se impone sin importar la bandera partidaria que nos gobierne. Viene muy de atrás, desde hace siglos.
Se trata de un mal que, al tener tanto arraigo en la cultura política dominicana, ya forma parte de nuestro ADN como sociedad. Una de las manifestaciones más deplorables del clientelismo se evidencia cuando cambian los gobiernos. Siempre ocurre lo mismo.
Se reinventa todo en las instituciones. Los programas recomienzan con otros libritos. Se cambian hasta los mobiliarios, se remodelan los espacios, se decoran de otra forma y se sustituyen, para bien o para mal, los hábitos de consumo siempre a costa del Erario.
Pero la peor parte de este proceso está en los despidos de personal, especialmente los técnicos formados con inversiones del propio Estado, tirando de esa manera al zafacón un capital social creado con los recursos de los contribuyentes.
De hecho, hay instituciones que se pasan un periodo de gobierno completo dando tumbos porque desmantelan su estructura técnica para abrir espacio, en dación en pago, por el caravaneo, el bandereo o la animación de la campaña, a los “compañeritos.”
Ante este paternalismo estatal, se ha perdido la noción sobre la importancia de crear empleos en el sector privado y no competir con él desde el Gobierno en cantidad de puestos y en salarios distorsionados que con frecuencia no están acordes con los perfiles escogidos.
El Estado debería procurar siempre pagar bien el talento, el mérito, pero nunca ser trampolín para catapultar la imbecilidad.
Ese criterio de la Administración Pública como vaca lechera, con unas ubres portentosas a las que todos se quieren pegar, recibiendo mucho y dando poco, es una aberración y el camino más expedito para que lleguemos a convertirnos en un Estado fallido.
La reforma del Estado es la madre de todas las reformas. La necesitamos lo antes posible, aunque se trata de un proceso que no convenga a quienes asumen la cosa pública como un botín político.
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