En la función pública, cuando se es regulador, administrador o persecutor de quienes violan las normas en perjuicio del Estado, se puede aprender mucho para bien o para mal: por un lado está la experiencia obtenida en el terreno que da un conocimiento profundo de la cultura de los infractores y, por otro, la capacidad de detectar las debilidades del sistema que muchos aprovechan para burlarlo.
El consultor más efectivo de los delincuentes de cuello blanco en su relación con el Estado –los rateros no requieren asistencias complejas– es aquel que antes los perseguía, que conoció las asquerosas madrigueras en que operan, así como los esquemas de defraudación y las estructuras delictuosas que organizan para morder el brazo al Estado, que también equivale a herir a la sociedad.
En este país los decretos del Poder Ejecutivo –que tienen fuerza de ley– multiplican los panes y los peces a cualquiera en menos que canta un gallo, otorgan poderes y facultades, a veces sin una previa reflexión del perfil al que benefician, poniendo en manos de “delincuentes en potencia”, gente amoral, dañada, sin escrúpulos, instancias que se dedican a tomar decisiones delicadas para el funcionamiento del Estado.
La cesión de ciertos cargos públicos a terceros debería pasar por férreos compromisos -sobre la base de leyes- de nunca usar el conocimiento obtenido en la función pública, la información y la pericia, para beneficiar el delito, procurar impunidad y viabilizar atentados contra los intereses del país.
Esto, en realidad, va más allá de contar con una plataforma legal actualizada, garante de protección en el tiempo a la integridad de las entidades reguladoras, administradoras o persecutoras. Los presidentes no deberían “donar” las instituciones fundamentales a “carajos” cuyo único mérito es el transfuguismo, montarse en caravanas y hasta gestionar fondos de campaña.
La idoneidad, la buena fama, la preparación para asumir con denuedo la función asignada, la transparencia, los vínculos, el ejercicio ciudadano y hasta el estudio a fondo del perfil (sicológico y siquiátrico) son elementos necesarios para que el Estado deje de hacerse el “harakiri” con los traidores de hoy que ayer fueron sus apóstoles. Hay muchos de esos en sedienta búsqueda de oportunidades dentro de los partidos políticos con posibilidades de gobernar.
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