En cinco años, de 1998 a 2002, desaparecieron José Francisco Peña Gómez, Juan Bosch Gaviño y Joaquín Balaguer Ricardo, tres líderes de multitudes al frente de tres partidos fuertes, con arraigo, alta capacidad de movilización, contenido ideológico y doctrina, que, avanzada o retrógrada, los hacían referentes notables.
Ellos, que llegaron a ser grandes marcas y al margen de sus respectivas entidades políticas eran en sí mismos instituciones, asumieron la política como un sacerdocio y entregaron sus vidas al oficio hasta el último aliento.
Sin la magia de los medios sociales de hoy ni las plataformas digitales que permiten convertir en fenómenos a ciertos productos políticos –hasta el punto de ganar elecciones tras la ejecución de exitosas campañas virtuales– estos señores se hicieron grandes y alcanzaron nombradía en un mundo análogo, con procedimientos de comunicación considerados ahora artesanales.
Su muerte trajo consigo cambios sustanciales que llevan a pensar en la suerte de su legado. El PRD, por ejemplo, se convirtió en una puta vendida al mejor postor, una organización que opera, para la élite que la dirige, como un entramado de negocios.
La franquicia PRSC se fue a la tumba con Balaguer, quien sólo dejó disponibles las siglas y un gallo mustio. Su rol de bisagra es indudablemente apuesta por el comercio. El PLD, masificado, involutivo, atascado, corporativizado, controlado por una estructura añeja que no da paso a nuevas generaciones, muere de éxito. La derivación PRM es sólo un club al que le falta cohesión con dos o tres promesas que pudieran trascender. Los emergentes son una calamidad dispersa.
Proliferan en esas organizaciones liderazgos opacos, opciones de poder descoloridas, sin discurso, insípidas, haraganas, desconectadas, distraídas en la búsqueda de acumular caudales monetarios y pese a los nuevos recursos de comunicación disponibles no impactan.
Parecería que sólo Danilo, un artesano incansable de la política, y Leonel, con su experiencia de Estado y sus dotes intelectuales bien administrados, son las únicas estrellas del firmamento político dominicano, pero sumidas en una guerra fratricida y amenazadas por el sistema de riesgos que se han creado. Todo lo que resta es una generación de “alitas cortas”, tubos de ensayo, advenedizos y gente que no prende ni empujada, pese a su extensa vida pública y partidaria. Vivimos tiempos complejos. La reforma política es algo urgente, muy necesario.
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