Elegir a quienes nos gobiernan debería ser siempre una fiesta, la celebración de un derecho fundamental, contrario a la imposición por la fuerza y en contra de la voluntad popular de aquellos que se instalan como redentores de la sociedad, basados en férreas estructuras de poder civil, militar o ambas a la vez.
Ese ejercicio democrático no debería ser una rutina ni un producto de la inercia, sino un momento excepcional, de emoción y razón, de esperanzas y sueños con el deseo de seguir construyendo la nación pensando en el bienestar de los ciudadanos presentes, en el futuro promisorio de las próximas generaciones.
Al aproximarse la nueva coyuntura electoral es propicio reflexionar sobre qué tenemos de frente como oferta para nuestra facultad constitucional de elegir, que equivale a modelar el destino de la nación, pues cada gobierno influye en la ruta (ascendente, descendente, torcida o de retroceso).
Particularmente -desde mi subjetividad de veedor sin vuelos de analista político- veo el desencanto flotando por todos lados, percibo una crisis de expectativas, un desgano estimulado por la falta de novedad, de nuevos sabores y colores como elementos de discursos que despierten el apetito de votar.
No hay que hacer un análisis semántico de fondo para determinar el vacío de contenido evidenciado en la pre-campaña (no creo que cambiará), caracterizada por el forcejeo, las escaramuzas, la diatriba, la división en el oficialismo y en la oposición, las arengas institucionalista huecas y el constitucionalismo oportunista.
Siendo sinceros, no tenemos una figura que enamore, que arrastre y movilice más allá de esas masas partidarias presas de la desesperanza material, que apuestan a la sustitución o la continuidad como factor de sobrevivencia: un empleo, una botella, un carguito público con libertad presupuestaria para el despilfarro.
Los precandidatos son peces de aguas superficiales, nada relevante tocan, carecen de propuestas basadas en los grandes anhelos nacionales, la deuda social, el cumplimiento de la ley, la corrupción administrativa, la capacidad de respuesta de los servicios públicos, la seguridad, el clima de negocios, la reputación del país en el exterior o la República Dominicana como marca.
Esa pobreza supina, esa oquedad conceptual existen en una coyuntura que debería ser de transición hacia grandes reformas aplazadas por años, frenadas por el clientelismo público y privado, por los apóstoles del inmovilismo para su propio beneficio. Dios meta sus manos y nos libre de un gran atascadero.
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