Visto como fenómeno, sin personalización ni prejuicios, “el bocinismo” es -por su complejidad e implicaciones- digno de estudios serios con enfoques políticos, sociológicos y antropológicos de parte de profesionales multidisciplinarios.
Desde mi óptica, el presupuesto y punto de partida para este análisis se avizora en los siguientes elemenos: la corrupción administrativa, la ineficiencia de la gestión pública, la búsqueda de notoriedad sin el respaldo de prácticas éticas y saltando las normas.
La seriedad contextual habrá de remitir a los estudiosos a décadas o, probablemente, a siglos atrás porque, honestamente, no creo que “el bocinismo” sea una praxis exclusiva de la era de la información en la que la percepción es la realidad.
El poder ha tenido siempre sus adláteres y alabarderos, sus sicarios a sueldos para solapar mala conducta y generar crisis de reputación a los contrarios. Los foros radiofónicos del trujillismo son un buen ejemplo de “bocinismo.”
Probablemente la diferencia entre esa práctica antes y ahora reside en que desde los años 90 del siglo pasado –por situar un momento referencial- “el bocinismo” se estructura como un negocio con alta rentabilidad para sus oficiantes y lo ejercen desde empresas formales.
El rentismo que lleva implícito supone morder el presupuesto nacional a través del pago de “una publicidad fantasma”, con tarifas que desbordan los esquemas de las agencias creativas y de las centrales de medios reconocidas. El resultado ha sido la creación de fortunas individuales nunca vistas en los anales del periodismo.
¿Cuál es la contraprestación de quienes ofrecen esos “servicios” publicitarios? Alabar a los funcionarios públicos, trabajarle una falsa percepción de eficiencia, acreditarlos ante la sociedad, blindarlo ante situaciones de crisis y abrirle puertas para su reafirmación en el entramado de poder.
Obviamente, se trata de una oferta inflada e irreal, pues hay connotados “clientes” de las “bocinas” a quienes sus propios hechos corruptos los han llevado al despeñadero y al descrédito personal.
La función pública transparente, en base a las mejores prácticas, auditable y con rendición de cuenta no necesitaría el empuje de “las bocinas” si viviéramos en un país con instituciones funcionenales. En síntesis, “el bocinismo” desnuda nuestra crisis institucional, la pobreza política y la inversión de valores.
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