El progresivo deterioro del ambiente, a través de nuestras prácticas depredadoras –a veces en nombre del progreso o por causa de la ignorancia– nos seguirá pasando una factura cada vez más costosa, expresada en disturbios letales de la naturaleza, nuevas enfermedades, problemas de saneamiento y limitaciones para la producción alimentaria.
Estudios y pronósticos científicos de indudable reputación nos advierten sobre la formación de ciclones cada vez más agresivos como consecuencia de los desequilibrios del ecosistema, secuelas de nuestra conducta.
Sin ninguna omisión, todos somos responsables de herir la tierra, envenenar el aire y las aguas, pero, como si fuera poco, también desafiamos los limites de la propia naturaleza construyendo asentamientos humanos o desarrollando infraestructuras en lugares que suponen múltiples riesgos.
Aunque parezca incierto, en el centro de esos desmanes ecológicos está el populismo enraizado, que posterga la creación de conciencia, la educación ambiental, así como la imposición del orden y del régimen de consecuencias a cambio de simpatía electoral o votos cautivos.
La permisividad en las emisiones de dióxido de carbono, el vertido de desechos a las fuentes de agua, la mala gestión de la basura, las construcciones en los lechos de ríos, la invasión de los espacios que pertenecen al mar, la destrucción de montañas, y otras acciones ecocidas, parecen un deporte nacional sin regulaciones ni árbitros válidos.
Resulta patético ver al liderazgo político, empresarial y social articulando planes de ayuda –generalmente intervenciones exhibicionistas- a favor de comunidades afectadas por lluvias, vientos o derrumbes, en donde la prevención hubiese sido mucho más valiosa que una solidaridad desteñida y tardía.
Este país tiene que despertar colocando un sello sostenible en todo lo que haga. Pensando y actuando verde. No es una moda ni una falsaria responsabilidad social corporativa. Actuar verde y pensar verde debería ser otra estrategia nacional de desarrollo cumplida por todos. No hacerlo equivaldría a una apuesta por vivir en el fango, a merced de la destrucción. Con su desfile de muerte y desolación, Irma y María son señales muy serias de cataclismos por venir. Su impacto no está bajo nuestro control en su totalidad, pero podremos mitigarlo siendo menos desaprensivos frente a la naturaleza.
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