Primera Parte
Durante nuestro recorrido por las calles, de cualquier ciudad del país, se hace cada vez más notable, la presencia de personas de nacionalidad haitiana. Lo que era normal en los bateyes de los ingenios azucareros y en un tramo de la calle Benito Gonzáles, en la capital de la República, se ha extendido por todo el territorio nacional.
Aunque es digno reconocer, que la significativa presencia de extranjeros, en la república dominicana, no está sustentada solo en nacionales haitianos, sino que tenemos, además una presencia considerable de venezolanos, chinos, colombianos, peruanos y personas de otras nacionalidades. Estamos obligados a puntualizar, que estos últimos no nos llaman a preocupación. Este fenómeno es indicativo de que nuestro desarrollo sostenido, se constituye en un atractivo, para otras naciones del mundo.
Lamentablemente, no podemos tener la misma visión, cuando se trata de la desbordada inmigración haitiana, hacia nuestro territorio. Por tal razón estamos obligados a marcar algunas diferencias, en cuanto a la inmigración de extranjeros.
Primero: con ninguno de los demás inmigrantes, compartimos un desarrollo colonial basado en la importación de esclavos africanos, bajo la influencia de dos potencias coloniales, en un mismo territorio, con una débil división fronteriza.
Segundo: con ninguno de ellos nos vimos involucrados en ser utilizados por las potencias coloniales, como piezas vivas, en juego de ajedrez político, de sus intereses, en el Caribe y en el territorio continental.
Tercero: en ninguno de ellos, existe la falsa percepción de que al ganar su merecida libertad, en digna lucha contra los franceses, deben recibir como botín, el control total de la isla de Santo Domingo, idea expresada por Toussaint Louverture.
Cuarto: contra ninguno de ellos, hemos tenido que hacer silbar el afilado acero, cañones y rifles, para hacer valer nuestra decisión, de ser libres independientes y soberanos.
Quinto: es con el territorio que hoy ocupa Haití, por el que mantenemos desacuerdos fronterizos, hace 320 años, desde el consentimiento del Tratado de Rijswijk, en 1697.
Sexto: fueron los haitianos los que cometieron homicidios contra la población civil y la recién nacida dominicanidad en 1801 y 1805.
Séptimo: fue con nuestros vecinos haitianos con los que se firmaron acuerdos en 1924 al 1929, de respeto a la demarcación fronteriza, trazada mediante la paz de Aranjuez, en 1777. Acuerdos que no respetaron, continuando su invasión pacífica.
Octavo: fue esa invasión pacífica del pueblo haitiano, la que provoco la ira de Trujillo, en 1937; tras ver que no había voluntad, por parte de estos, para cumplir con los acuerdos de respeto a la demarcación fronteriza.
Da la sensación de que el proyecto de invasión pacífica, pronosticada por Trujillo, de parte de nuestros vecinos haitianos, entró de nuevo en acción. Esta vez al amparo de solidaridades fingidas, que desconocen la temperatura a que el horno de la historia forjo cada pueblo.
La historia nos enseñó, que somos vecinos, hermanos, hijos de madres diferentes, forjados bajo el látigo de la explotación colonial, cada uno en su forma y en su territorio. Lágrimas, sudor y sangre, fue el precio que pago cada quien, por la parte de la isla que le correspondió.
Todo inició cuando el gobernador de la colonia española de Santo Domingo en 1605, Antonio de Osorio; le correspondió llevar a ejecución la fatal idea, de las Devastaciones, que marco la génesis del establecimiento de los haitianos en la parte oeste de la isla.
Las Devastaciones de Osorio de 1605-06, consistieron en el traslado forzado de los habitantes y la ganadería de las comunidades de Bayajá, en el noroeste, La Yaguana, en la costa oeste; Monte Cristi, en el noroeste y Puerto Plata; en la costa norte. Dicha medida incluyó la destrucción, de los ingenios azucareros, existentes al momento, en la zona y la eliminación del ganado que quedó rezagado.
Varias causas se argumentaron para justificar esta medida, sin que se destacara la fundamental, que era “la incapacidad militar de España para mantener el control total de la isla en 1605”.
Movido por ese motivo, tomaron la decisión de abandonar, prácticamente, la mitad de la isla. De la que más tarde, se apropiaría Francia, ante el desinterés de España y de la que finalmente, retendría el tercio, en que hoy habitan nuestros hermanos haitianos.
Tras 91 años, de libre operación, entre bucaneros, filibusteros y habitantes; contribuyeron a que finalmente, España tuviera que reconocer la presencia de Francia en la parte oeste de la isla, mediante la paz de Rijswijk, en 1697.
Con esto, España se liberaba de las presiones que ejercía Francia, contra el territorio continental del imperio español. Aunque se reconocía que la ocupación, de la parte oeste, era ilegal, según los términos del acuerdo.
Veríamos transcurrir 78 años, para que la insistencia de Francia, por apropiarse, legalmente, de la parte oeste de la isla, se concretizaran. Hecho que tuvo efecto, con la paz de Aranjuez, en 1777, tras el trazado de la demarcación fronteriza, de que hoy disponemos.
Más que todo, España estaba interesada, en el mantenimiento de la convivencia pacífica, con Francia, alejándolas del territorio peninsular. Para eso contaba con su prenda del caribe que era Santo Domingo, muy apetecida por los franceses.
La culminación de la lucha de estos dos imperios coloniales, por el territorio de Santo Domingo, lo marca, la firma del tratado de Basilea, en 1795. Apenas 18 años después de España, haber cedido, legalmente, un tercio de la isla.
Con este último tratado, España cede a Francia el control total de la isla de Santo Domingo, a cambio de que esta le devuelva algunas provincias del norte, que le mantenían ocupadas.
El reloj de la historia había acumulado 189 años, de incesante accionar, político, económico y social, en ambos lados de la isla. Todo tomando como punto de partida, la desafortunada medida, puesta en práctica por Antonio De Osorio, en 1605 y 1606, bajo las órdenes del rey de España Felipe lll.
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