Vídeos que circulan por las redes sociales sobre escenas de las inundaciones en la zona norte del país son una evidencia indiscutible de los estragos que hace la falta de educación en las personas, cómo las empequeñece en lo espiritual y las reduce a las acciones instintivas, alejándolas del raciocinio.
Una de estas piezas, que me llegó por whatsaap desde una larga cadena de contactos, muestra a unos individuos narrando con euforia cuadrúpeda los derrumbes y la caída de árboles a causa de las fuertes avenidas de un río por el desagüe de la presa de Tavera.
Las imágenes muestran a una multitud situada en la misma orilla de la fuente acuífera, que devora terrenos y amplía su cauce en forma violenta, haciendo de espectadora con el goce de los fanáticos del boxeo, la lucha libre o las ensangrentadas peleas de gallos.
Otro vídeo presenta a unos sujetos en la margen de un río crecido con bravas y arrasantes corrientes desafiando a otro para que se lanzara al agua y mostrara sus habilidades de nadador. El hombre lo hace y, en un santiamén, desaparece de la vista.
Mientras esto ocurre, los demás se regocijan resaltando la hazaña de “un maldito loco.” Uno no sabe si ese aventurero se convirtió en una de las víctimas mortales de los aguaceros incesantes y sus secuelas, que han venido a desnudar una vez más no sólo la pobreza material de la mayoría, sino la ignorancia, que es la peor parte del fenómeno.
La gran tarea de este país sigue siendo la educación, la formación de conciencia cívica en los entes sociales, para que sean transformadores, libres y emprendedores en todas las dimensiones.
El servicio de educación provisto por el Estado ha recibido un “golpe de dinero” con el 4% del PIB para la educación logrado por una lucha social desatada para que se cumpliera una ley. Esto es apenas un comienzo. Falta mucho más que la construcción masiva de aulas, tanda extendida y harturas alimentarias. Ojalá no estemos frente a una crisis de abundancia.
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