Las debilidades institucionales que acusa la República Dominicana deparan múltiples secuelas que se convierten en valladares para vivir en una sociedad organizada, enfocada hacia el progreso colectivo, con servicios públicos eficientes, pulcra administración de los recursos, seguridad ciudadana y, en fin, respeto a la ley, que cuando no ocurre se convierte en la raíz de todos los males.
Recuerdo siempre una expresión lapidaria de Antonio Isa Conde, actual ministro de Energía y Minas, en momentos en que cierta ala insensata de la opinión pública quiso crucificarlo por actuar apegado a las institucionalidad frente a un caso de su competencia: “En tiempos de campaña la ley no está de vacaciones».
Uno de nuestros mayores problemas como sociedad es justamente la tolerancia al incumplimiento de la ley o la laxitud en su aplicación. No pierdo la capacidad de asombro ante influyentes que se han pasado la vida predicando favorablemente sobre el orden institucional, pero se doblegan y se hacen cómplices de la burla al estado de derecho cuando conveniencia política así lo dicta.
Esa realidad me lleva a entender por qué este es el país de las gradualidades, las transiciones, las comisiones y los consejos que todo lo diluyen y terminan siempre proporcionando soluciones mostrencas bajo falsos consensos y supuestos acuerdos manipulados, que dan carácter de perpetuidad a los mismos problemas.
Si este fuera un país en el que las leyes se respetaran –empezando por las élites que nos han gobernado en todos los tiempos– serían innecesarias figuras parainstitucionales como el denominado Consejo Económico y Social (CES) y hasta el mismo monseñor Agripino Núñez Collado renunciaría a la carpeta que sigue dando desde hace más de cuatro décadas.
Tampoco estaríamos hablando de pactos, ni reivindicando en sus escenarios tantos gestos circenses, verbales o no verbales, haciendo honor a las payasadas y perdiendo un tiempo irrecuperable que podría ser productivo asumido con otros enfoques.
Los pactos en realidad nos desnudan –sobre todo porque son acometidos sin la previa realización de profundas reformas políticas e institucionales- como una sociedad incapaz de encontrar su camino, de reinventarse y crear una ciudadanía comprometida con el respeto a los marcos legales, una generación consciente de que el ejercicio de la política es servicio público y no una zapa para extraer riquezas individuales.
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