Más de cinco décadas de ensayo democrático no han resultado suficientes para alcanzar madurez institucional ni una transformación del ser dominicano que le ayude a asumir las mejores prácticas ciudadanas como convicción y no como imposición.
Estamos ante una crisis ontológica, la raíz de todas las manifestaciones de desconfianza que traen consigo la búsqueda de soluciones individuales, la mirada sospechosa, la inseguridad frente a los procesos institucionales y la falta de fe en la democracia y la libertad que tanto invocamos.
A pesar del innegable desarrollo material, del advenimiento de la era digital y de las grandes oportunidades provistas por la tecnología –con una población relativamente joven en su mayor parte- prevalece en el país una vejez en el alma y un increíble atraso de espíritu que da vigencia al autoritarismo.
Es como si sobre los hombros de la sociedad hubiese caído una maldición tiránica que nos impide ponernos de acuerdo, aunque finjamos que sí, apelando a unos pactos que no lo son y a un consenso que nunca ha existido y que –al intentarlo- se quiebra ante los irresistibles intereses individuales.
No hay otra explicación para que –avanzando la segunda década del siglo veintiuno- todavía nos distraigan los chanchullos electorales y persistan ejercicios tan desleznables como el secuestro de urnas, la quema de boletas, alteraciones de actas, soluciones a tiros, como en las viejas montoneras de los mejores tiempos de Conchoprimo.
Son tantos los recursos financieros dedicados, las horas de trabajos invertidas, la asistencia técnica prestada, los proyectos, las normativas, las leyes sancionadas, buscando la reforma del Estado, tratando de crear funcionalidad institucional, para que –al final- volvamos a partir de cero y mostremos una vez más la crudeza de nuestra incredulidad en el sistema democrático.
Este problema nos golpea a todos en la cara, aunque algunos quieran desligarse, vendiendo un modelo de héroes y villanos, puros e impuros, demócratas y autócratas, corruptos y éticos. Estamos cuestinados como sociedad. Hay razones suficientes para bajar la cerviz y decir: !Qué vergüenza! ¿Qué le digo a mis hijos?
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