El poeta José Mármol fue investido este martes en la mañana como «Profesor Honorario» por parte de la Universidad Autónoma de Santo Domingo. En el acto, el reconocido escritor dominicano, pronunció un discurso en el que clama a «los que dirigen la cosa pública» que detengan su insaciable deseo por tener. Un documento actual, valioso y que reproducimos a continuación por su buena dosis de esperanza que siembra en la educación y, sobre todo, en la juventud:
Luego de saludarles, muy cordialmente, y agradecerles la calurosa acogida a esta invitación a un acto, para mí, más que merecido, en realidad, memorable, quisiera solicitarles unos cuantos minutos de su invaluable tiempo, para que me permitan hacer en este momento lo que más profundamente la situación amerita, que es dar gracias.
Mi gratitud, en primer lugar, al señor Rector Mateo Aquino Febrillet y al Consejo Universitario de esta, la más antigua universidad de América, por haber acogido la moción presentada por la Facultad de Humanidades, mi facultad, sabiamente dirigida por el doctor Rafael Morla, para que, junto a notables personalidades como el singular comunicador Yaqui Núñez del Risco, y el valiente periodista, defensor de los más nobles intereses del país y extraordinario hombre de ideas, Orlando Martínez Howley, vilmente asesinado el 17 de marzo de 1975, en las inmediaciones del campus universitario, en su caso, de manera póstuma, se me invistiera hoy con el título de Profesor Honorario de dicha facultad, mediante legítima resolución del Consejo Universitario. Este es, lo confieso, un reconocimiento demasiado relevante para mí y para mis modestísimos aportes a la literatura y las humanidades en nuestro país.
Mi expresión de gratitud al doctor Rafael Morla, cuyas obras filosóficas, sobre todo, sus estudios sobre la influencia de la Ilustración y la Modernidad en el pensamiento y la vida política e institucional de Hispanoamérica y República Dominicana, son ejemplos de su honda visión intelectual y de su inmensa vocación magisterial y su entrega a la vida académica en favor de la formación crítica de las presentes y futuras generaciones de dominicanos. Nos conocimos en las aulas, en los albores de los años 80, y cultivamos una hermosa amistad, entre precariedades y desafíos, que, para dicha mía, hemos logrado mantener a lo largo de los años. Ningún obstáculo pudo vencer el amor de este hombre por la filosofía como esfera y territorio del pensamiento democrático y camino seguro del hombre y la mujer nuevos, educados en este campus universitario y en su facultad. De ahí que fuera él quien concibiera y dirigiera el Primer Congreso Dominicano de Filosofía y, por primera vez celebrado en nuestro país, el Tercer Congreso de Pensadores Centroamericanos y del Caribe. Gracias, querido y admirado amigo Morla, por haberte mantenido como un clarísimo ejemplo del espíritu sensible y el pensamiento encumbrado de nuestra generación.
Quiero agradecer, también, el respaldo que durante mis años de estudios en este campus me brindaron destacados profesores de diferentes asignaturas, desde el Colegio Universitario, hasta las facultades de Ciencias Jurídicas, donde inicié la carrera de derecho, para torcerme luego hacia la de Filosofía; de Economía, donde tuve ocasión de aprender sobre la importancia de las ciencias sociales y, por supuesto, la de Humanidades, en especial, su Departamento de Filosofía, por cuyos vasos comunicantes fluían, al mismo tiempo, la savia viva de las más avanzadas corrientes del pensamiento filosófico histórico y contemporáneo, junto a la más amarga cicuta de la ortodoxia, la ceguera ideológico-partidaria y la nocturna cerrazón de dogmas insondables. Corrían esos aires y eran esos tiempos, tan difíciles para quienes osaban mirar más allá del horizonte. Tiempos de discursos unidimensionales y totalitarios que, para fortuna del pensamiento humanístico y el desarrollo de las ciencias y las artes, ya en este magno recinto del saber han quedado muy atrás.
Mi gratitud para aquellos auténticos maestros, no solo catedráticos, no solo profesores, que me enseñaron a mirar con hondura, a escuchar sin apasionamientos, a respetar a ultranza la opinión de los otros, a celebrar el disenso, y, el mejor legado, a pensar y escribir lo pensado y lo sentido de manera propia, original aun corriese el gravísimo riesgo de la tantas veces sabia equivocación. Guardo como un particular tesoro y he puesto en práctica a lo largo de mi vida profesional y personal los consejos y enseñanzas de esos hombres y mujeres visionarios que, como Vanna Ianni, Jesús Tellerías, Andrés Paniagua, Rafael Julián, Wilfredo Lozano, Andrés Avelino, hijo, y Antonio Avelino, entre otros, apostaron a la transmisión, en base a reflexiones críticas, de conocimientos y valores humanísticos universales como praxis revolucionaria y liberadora, contrarrestando fuerzas reactivas del dogmatismo vulgar y el mal radical, que reducía a métodos de poder sedicioso, autoritario y capcioso las relaciones de saber en el ámbito académico.
Y en este orden de las inexcusables gratitudes, no podría dejar de mencionar el que fuera, quizás, el mayor de mis hallazgos en este histórico campus universitario, el de la convocatoria a la creación, en 1979, del Taller Literario “César Vallejo”, por parte del entonces Departamento de Extensión Artística y Difusión Cultural, a la sazón dirigido por el poeta Mateo Morrison, a quien desde allí me han unido fuertes lazos de amistad, admiración y complicidad en múltiples tareas literarias en beneficio nuestro, del país y de su cultura. Mi reiterada gratitud a Morrison y a varios de sus compañeros de generación como los fallecidos Enriquillo Sánchez y Enrique Eusebio, además de Andrés L. Mateo, Alexis Gómez-Rosa, Tony Raful, Jeannette Miller, Soledad Álvarez, Pedro Conde Sturla, Fedrico Jóvine Bermúdez, entre otros que, entre dudas y certezas, también apostaron al talento joven y dialogaron con sus entonces quiméricas acepciones del quehacer literario, que reclamaba, en una atmósfera ideológicamente compleja y aturdida, que el verdadero compromiso de un escritor comprometido tenía que ser, esencialmente, el de colocar al lenguaje en el centro mismo de su tarea creadora; que su única y mayor obligación era con su lengua y su cultura, sin necesidad de verse obligado a prestar servicios ideológicos de ninguna especie. Gracias también a mis compañeros de generación del Taller Literario “César Vallejo”, de entre todos, a Plinio Chahín, por sus invaluables estímulos y su inquebrantable fraternidad.
Me enorgullece sobremanera, señoras y señores, que este acto de investidura, en reconocimiento a mi modesta trayectoria como escritor, aun en ciernes, y humanista solo por vocación y espiritual convicción, se esté llevando a cabo en el auditorio Manuel del Cabral de la Biblioteca Pedro Mir, espacios cuyos nombres homenajean a dos de las más encumbradas voces de la poesía dominicana del siglo XX, cuyas obras literarias fueron fuente nutricia de nuestra generación artística e intelectual. Mi cada vez renovado reconocimiento a ambos, en especial, a Pedro Mir, por ser este el año en que hemos venido celebrando el centenario de su nacimiento. Estar aquí hoy, frente a ustedes, en este ámbito tan especial, es un privilegio que me siento dichoso en recibir.
Una reflexión que compartir con todos ustedes. En estas aulas aprendí el valor intrínseco de la verdad. La verdad ha de ser en la sociedad y la historia humanas el más común de los bienes. Aunque hemos sabido siempre que es el más caro y precario, el más escamoteado y vilipendiado. No obstante, y como expresó Jorge Semprún (1989, página 47), con respecto al valor de la verdad: “A los poetas les ha sido atribuido ese don. Por eso debemos mantener a los poetas en un lugar privilegiado de la sociedad humana, para que nos digan, aunque sea con voz irritada, sus incómodas verdades. Solo los poetas son capaces de anunciarnos únicamente las catástrofes que produce la barbarie. Solo ellos son capaces de describirlas; y luego de perpetuarlas en nuestra memoria”. No es el vaticinio lo que me apela ahora, sino, el compromiso con la verdad. Porque, es verdad que, si el faro de potente luz y conciencia crítica que ha de ser esta universidad, en medio de la penumbra que viene imponiendo la noche larga en que nuestra sociedad ha dormido a los valores éticos, patrióticos y la solidaridad como sustancia de cohesión social; si, particularmente, los responsables de dirigir la cosa pública siguen escamoteando toda señal del deber, en dislocado provecho de su insaciable afán por tener; si esta larga noche de arrebatos vandálicos, latrocinio, impunidad, inequidad social y desbordamiento, sin remilgos, de todos los parámetros del respeto y la vida en democracia no preludia el advenimiento de una aurora radicalmente distinta y superior a todo este desastre, entonces, la ulterior y sagrada misión de la educación será uno más de los derechos conculcados a la población sensata y al futuro de la nación; y todo ello, por parte de quienes protagonizan la ambición de riqueza ilícita y de poder fáctico corruptor, para ir dejando en el tejido social una estela insufrible de precariedad, podredumbre, tinieblas y desconcierto.
Constituye un grave peligro para la sociedad, el que imperen en ella la incertidumbre, el desaliento y la decepción constantes; que los antisociales de toda laya, afincados en el poder del dinero sucio, la fragilidad de los marginados y en la veleidad de una industria mediática vacía de principios, se conviertan en falsos modelos para la juventud desesperanzada y vulnerable. “Las épocas de grandes cambios sociales y políticos –nos dice, con acierto, el escritor Antonio Muñoz Molina– son muy estimulantes para la literatura porque en ellas es fácil asistir en pocos años al arco de un destino completo, al supremo espectáculo novelesco de las vidas que cambian de curso, las facultades nuevas que se descubren en quien parecía no tenerlas, los derrumbes inesperados de lo que parecía muy sólido y la fluidez de las identidades que parecían fijas” (2013, página 38). De hecho, en los últimos años, nuestra sociedad ha pasado, en su progresivo deterioro, del estremecimiento al espanto, afectando con ello la conciencia y el lenguaje, porque, palabras o conceptos como ética e integridad significan, en los estamentos político e institucional, todo lo contrario a lo que parecía lingüística, social y culturalmente aceptado o establecido. La disolución y la mentira son, simplemente, abrumadoras.
Lo desconcertante y vergonzoso han devenido rutina, pan nuestro de cada día. Y esto, señoras y señores, hay que detenerlo ahora o nos hundirá para siempre.
Nuestra mayor conquista, como sociedad, ha sido la libertad. Pero, no se puede ser auténticamente libre sin ser corajudamente responsable. De ahí el valor de una idea de Viktor E. Frankl (2002, página 55) que reza: “La libertad de la voluntad humana consiste, pues, en una libertad de ser impulsado para ser responsable, para tener conciencia”. Esta universidad, cada vez más libre, más responsable y más consciente ha de seguir su lucha por formar mujeres y hombres nuevos, ética y moralmente dotados, nutridos de las fuentes del saber crítico, reflexivo, creativo, constructor de nuevos y más dignos horizontes de la vida en democracia y en equidad, para que contribuya, todavía más, a forjar la nación con que soñaron sus mejores ciudadanos, aquellos que, desde los orígenes del país hasta hoy, abonaron con su sangre y sus ideales más nobles el porvenir de todos los dominicanos.
Yo, el bachiller matrícula 78-1324, egresado de la carrera de Filosofía, Mención Metodología de las Ciencias Sociales, agradezco hoy, en mi nombre y el de toda mi familia, especialmente, mi esposa Soraya, también egresada de estas aulas, y nuestros hijos Yasser y Alberto, este gesto de bondad de la UASD y sus autoridades académicas, que me coloca hoy en un sitial de honor digno de ciudadanos ilustres, con los que no osaría jamás compararme siquiera. Gracias, de todo corazón.
Muchas gracias.
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