Si hay un hilo umbilical que une al ejercicio político y a la prostitución es “la conveniencia”, una categoría que en su propio contexto supera todos los valores identificados como activos de la sociedad y de la convivencia civilizada.
Hace años que el instinto gatuno de periodista me lleva a la manía de buscar antecedentes inmediatos de las personas cuyos nombres integran los decretos presidenciales repartidores del pastel de la administración pública.
La curiosidad me ha hecho sufrir ante la cantidad de especímenes públicamente corrompidos que suelo encontrar. Yo sufro porque mis bolsillos son fuentes de sustento de estos sujetos voraces- a través de los impuestos -sin una preocupación genuina por la eficientización de la gestión pública, pero sí con una convicción imbatible: En el Estado se hacen los mejores negocios.
Pero lo peor es que estos personajes son referentes; tienen portavoces pagados que se encargan de convertirlos en íconos y de proyectarlos como ejemplos a seguir para una nueva generación seducida por la riqueza fácil. En otras palabras, quien sustrae el tesoro público es un modelo de éxito, sobre todo si lo hace con manos de seda.
Comprendo que mi ejercicio de contar delincuentes enquistados en el Estado es inútil y que deberé digerir mi propia náusea porque será muy difícil que el mérito, la idoneidad, la transparencia y la capacidad profesional alcancen un peso relativo más fuerte que “la conveniencia” de entregar posiciones públicas a las alimañas.
Las alianzas políticas, elementos normales en los sistemas partidarios y expresión de democracia participativa, se convierten en una práctica nociva cuando no se dirigen a construir, a dejar un legado trascendente. Y aquí ocurre eso, con pocas excepciones. Se donan las instituciones públicas a grupúsculos que, acompañados de su piraña insaciable, no dejan piedra sobre piedra. Así operan los asuntos fácticos de la política, me diría un querido amigo con muchos años asumiendo responsabilidades de Estado.
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