Una activa dirigente empresarial –a quien admiro por su coherencia ante los intereses que defiende y la indoblegable lealtad a quienes sirve– me hizo conocer algo de mí que hasta el pasado sábado por la noche ignoraba: “Víctor Bautista no quiere saber de la oligarquía”.
La aseveración surgió en una de esas coyunturas que siembran dudas sobre la veracidad o no de las cosas, en medio de risas, chanzas y la abundante alegría que derramaron en la ciudad de Baní nuestra Maridalia Hernández y ese dios de la trova Silvio Rodríguez.
No pude evitar, posterior al concierto, hacer un rápido recorrido de examen por mis posiciones públicas, tanto en radio como en esta columna, para tratar de entender por qué alguien me percibía como desafecto a la oligarquía.
La verdad es que la reflexión me hizo hallar indicios suficientes que podrían conceder cierta razón a mi simpática interlocutora. En realidad no abomino de esa capa social, sino de ciertas prácticas de algunos de sus representantes. Lo primero es que sólo me inclino ante la oligarquía del talento. Y debo aclarar que fortuna y talento no son necesariamente excluyentes.
Pero los simples atesoradores de riquezas –que no dejan huellas trascendentes en su paso por la vida a partir del enfoque hacia el ser humano- son nada más insectos adinerados o, como diría el sabio Joaquín Sabina, resultan tan pobres que no tienen más que dinero.
En ese contexto, mi animadversión es contra un tipo de oligarca, el avaro, corrupto, indiferente al devenir de su entorno social, el todopoderoso que doblega voluntades para imponer sus intereses y que a todo le pone un precio.
Con igual intensidad deploro que también la pobreza sea usada como una excusa para la violación a la ley, la irresponsabilidad social, el chantaje y la vida parasitaria basada en la recepción alegre de la dádiva que emana del clientelismo.
Mi oligarca preferido es ese capaz de construir con firmeza un equilibrio entre vida y dinero y que sabe ser rentable con visión desarrolllista.
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