El primero: La sed de dinero rápido lo envuelve. Llega a la administración pública con ansia irrefrenable de crear un patrimonio que le cubra los apetitos presentes, futuros y alcance lo suficiente para garantizar que el botín perviva en el tiempo entre los suyos.
La rapidez y la avidez de gato montaraz le obnubilan; pierde el sentido del valor de los detalles, no guarda las formas y se acoge a los cánones de la más abyecta vulgaridad. Encuentra placer en no dejar nada a la imaginación: mientras más gente sepa que está robando, mejor.
Es arrojado, actúa bajo la osadía de la ignorancia que le lleva a suponer que en su entorno todo el mundo es estúpido. Es capaz de predicar su pulcritud e inocencia, aun cuando se presenta en público con los tesoros malhabidos en las manos.
Piensa que el cobijo de determinados poderes políticos es suficiente para el manto de impunidad que requiere o que, por esta misma razón, no hay tribunal que le sentencie ni cárcel que le enclaustre.
El segundo: Es un corrupto estratégico, paciente, controlado. Se toma su tiempo para crearse una imagen pública favorable. Cultiva aliados, cosecha aplausos y desarrolla “hazañas” que convencen sobre su vocación por la transparencia.
Se esmera estableciendo buenas relaciones con grupos de presión, especialmente de la sociedad civil. En síntesis, crea un blindaje y una percepción positiva para garantizarse una patente de corso, hacerse inexpugnable y lograr que un rebaño al que evangelizó con sofismas salga a defenderlo en momentos aciagos.
Este es el corrupto más peligroso, difícil de desnudar o de poner en evidencia. Nadie creería denuncias de malversación ni de negocios sucios por él auspiciados. La opinión pública no aceptaría como válidas insinuaciones de que ese personaje viola la ley.
En fin, es una especie de “amenaza elegante”, un cáncer silente que gana espacio en el tejido social sin que haya forma de controlarlo.
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