Vía Contraria
Desde que la élite política decidió no depender de mecenazgos y crear su propia plataforma financiera para hacer sostenibles en el tiempo sus proyectos de poder, la corrupción administrativa se ha multiplicado como un virus indestructible y mutante en el Estado dominicano.
De la simple devolución de favores a empresarios inescrupulosos, que sembraban una semilla en el terreno político para cosechar cien, pasamos a la creación de complejas estructuras de negocios, que desde la política compiten ventajosamente con el sector privado.
Hay fortunas en el entorno político que avasallan por su tamaño, dimensión y diseminación a la riqueza levantada durante cien años de cualquier actividad industrial o comercial, con la particularidad de que sólo necesitaron un período de gobierno para florecer.
La generación de nuevos ricos –catapultada por el “partidarismo”– descubrió que el ejercicio del poder sirve para lograr cuotas en emprendimientos privados que requieren cabildeos, regulaciones, normativas o permisos del Estado.
Comprendió que el bloque de leyes para la transparencia en la gestión pública no tiene que ser un muro de contención y que, por el contrario, es manipulable para crear apariencia de legalidad en las compras, contrataciones y adjudicaciones, focalizadas hacia la realización de grandes negocios.
De hecho, ya tenemos asesores que orientan cómo saltarle por detrás a las leyes sin que se produzcan cuestionamientos públicos, para lo cual protegen los procesos con un denominado “plan de medios”, que no es más que la compra de opinión pública favorable (por cierto, un mercado que vive sus mejores momentos).
Es decir, el atraco al patrimonio público es materia de cuidadosos diseños realizados por personas muy astutas.
La emancipación económica de los políticos no sólo viene a constituir un atentado permanente contra los bienes de todos en el Estado, sino que impulsa la construcción de eslabones de corrupción capaces de integrar, con altos niveles de lealtad, a cadenas de proveedores, asesores y firmas de prestigio, que no dudan en asumir la defensoría pública del robo.
Estamos en una trampa insondable.
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