El ABC de la comunicación de crisis manda que ante una crisis de grandes proporciones, como un impactante fenómeno natural, el principal líder de la nación o de la organización afectada debe hacer acto de presencia en el lugar de los hechos, interesarse en recibir información de primera mano y sobre todo mostrar empatía con las víctimas y con sus dolientes. Cuando no lo hace, su aprobación baja (Bush/Katrina). Cuando lo hace, su aprobación aumenta (Obama/Sandy).
Desde ese punto de vista, ha llamado la atención que Obama se haya mantenido distante de las protestas que durante dos semanas se han mantenido en Ferguson, motivadas por la muerte del adolescente negro Michael Brown, de 18 años, a causa de disparos hechos por un agente policial blanco, se presume que a mansalva contra el chico desarmado. Hay versiones contradictorias sobre lo acontecido y nuevamente afloran las agudas divisiones entre negros y blancos en Estados Unidos con motivo de este caso.
Ante las sostenidas protestas, que hace dos días empezaron a declinar, y la controversia, el presidente apenas ha hecho dos declaraciones asépticas, “clínicas’, dicen, desde la Sala de Prensa de la Casa Blanca, no desde el lugar de hechos, bajo el argumento de que no quiere sugerir que toma partido antes de que la investigación sobre este caso concluya.
Más que tomar partido, el mandatario ha tomado distancia, y lo más lejos que ha ido ha consistido en enviar a Ferguson al fiscal general Eric Holder, el primer negro que ocupa ese cargo en Estados Unidos, para garantizar que la investigación sea correcta y justas las conclusiones.
Algunos plantean que es acertada la opción del mandatario, porque como presidente de todos los estadounidenses, sin importar el color de la piel de los grupos enfrentados o sus preferencias políticas, debe mostrar equidistancia. Otros plantean que el presidente sí debe ir a Ferguson, incluso tomar partido, del lado de la justicia, sea cual sea este lado, y que además ya no debería tener tantos remilgos en mostrar posiciones porque no tiene la posibilidad de correr por un tercer período.
Los críticos más ácidos han sostenido que Obama no plantea nada porque ya no tiene nada que plantear, porque está agotado, que ya no tiene ideas, quizás queriendo decir “ideales”. Que el presidente ya no es “juicy”, que se le agotó el “mojo”, usando metáforas gastronómicas del Sur de Estados Unidos, o que sencillamente esta es otra pelea más que el estadista ha decidido no pelear.
Como candidato, y más aun como presidente, Obama siempre se ha querido situar como un líder “postracial”, pero no siempre ha podido. A veces ha tenido que implicarse en el debate y tomar riesgos, como cuando dio su famoso Discurso de la Raza, en la campaña de 2008.
En ese momento, como candidato presidencial, la pieza oratoria fortaleció su perfil de político unificador y más bien galvanizó las simpatías de las mayorías en torno a su posición pro armonía racial como única de forma de avanzar en la consolidación de una sociedad más igualitaria y justa.
Los presidentes, aunque tienen el potencial de provocar a su favor el cierre de filas de sus naciones en medio de las grandes crisis y controversias, también son figuras que provocan una alta polarización, y Obama ha sido probablemente el que más ha polarizado los últimos tiempos, incluso más que su antecesor Bush, que es mucho decir.
Cuando Obama, como presidente, ha hecho pronunciamientos que tocan el tema de los conflictos raciales, ha provocado profundas controversias, invariablemente, y esa es la razón, por la que esta vez ha tenido excesiva cautela, yendo contracorriente del ABC de la gestión de la comunicación crisis y negándose a usar la que ha sido sin duda su mejor arma política: su poderosa oratoria, allí en Ferguson, donde se está batiendo el cobre.
La comunicación no es un ciencia exacta. Tiene mucho de arte y de intuición. No siempre se pueden o deben seguir los manuales, y esta vez la Casa Blanca ha optado por ignorarlos. Ha sido una decisión arriesgada, porque también contribuirá a continuar drenando la aprobación ya mal trecha del que fuera la gran ilusión de la política contemporánea. Pero ya lo dijo Mario Cuomo alguna vez: “Se hace campaña con poesía, pero se gobierna con prosa”.
El presidente tiene una aprobación tan baja y dado que está en su última gestión, es decir, poco que perder y pocas posibilidades de empeorar, que probablemente le habría convenido por lo menos hacer un gesto, interrumpir sus vacaciones e ir a Ferguson, estar allí, como un símbolo, una garantía de justicia, situarse del lado de los que sufren, sin comprometer su equidistancia como presidente: sus artilugios verbales, todavía, dan para eso y para más.
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