El último Índice Global de Competitividad, que ha mostrado al aire el roído y ajado refajo que llevamos, nos estruja en la cara dos males que apuntan en una sola dirección: la reputación de la República Dominicana decae y eso equivale a una gran pérdida de valor con graves secuelas para el crecimiento económico sostenible.
Algo peor, el reporte nos está diciendo que la cultura institucional está quebrada, lamentable realidad que se conecta indisolublemente con una percepción de corrupción sistémica de la que todos somos culpables por ejercerla, apañarla y tolerarla.
En los últimos meses un núcleo reducido de la población –ya casi vencido por cansancio y con los recursos creativos y económicos agotados– se ha plantado contra la corrupción, pero de manera difusa.
No terminamos de entender que la raíz de todo está en el modelo político, por lo cual la lucha contra ese flagelo que nos proyecta como un país de atracadores, cobradores de peajes y “damelomío”, debería dirigirse a la causa; no solamente al efecto.
Tomemos como objetivo central la demolición del esquema intrapartidario que premia al tigueraje e ignora los méritos y la honestidad. Por su envergadura la tarea no se limita a una oficina ni a un funcionario. Requiere el involucramiento de la parte más sana de la sociedad.
Cuando un militante hace carrera política basando su éxito en la capacidad de reunir dinero –generalmente proveniente de fuentes cuestionables– allana el camino a la corrupción antes de convertirse en tomador de decisiones, sea por elección o por decreto.
Como asciende generando pasivos que nadie controla, no sujetos a leyes ni a normativas internas de la organización política, tiene que pagar su deuda. Lo hace causando todo tipo de colisión institucional, desde la asignación de contratos ilegales, la celebración de concursos que son una farsa, hasta la entrega de “alicuotas” en entidades públicas y la patente para evadir impuestos.
Si no refundamos el sistema político –una exigencia por la que toda la sociedad debería marchar– apuntando hacia un cambio cultural más allá de una ley de partidos, el país seguirá empeorando en su reputación y perdiendo sus activos intangibles.
En la era de la hipertransparencia y la superconectividad esto es algo fatal, porque nunca como ahora había tenido tanta vigencia la máxima bíblica que dice: “No hay nada oculto que no haya de ser manifiesto, ni escondido que no haya de saberse”. La mala fama es el peor obstáculo para nuestro desarrollo.
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