En conversaciones que he sostenido por separado en los últimos días con personas del sector privado, la sociedad civil y el gobierno, un eje ha estado presente en la interacción: la corrupción sistémica con metástasis general en el tejido social.
El enfoque, altamente pesimista y que no suscribo, tiene su razón de ser en la fuerte percepción de que todo está perdido. Es, obviamente, un resultado de la impunidad o la incapacidad de poner en funcionamiento un sistema de consecuencias.
El manto protector con que cuentan connotados delincuentes acantonados en las esferas pública y privada –generalmente conectados y constituidos en asociaciones de malhechores– crea impotencia en los ciudadanos, quienes se sienten tontos útiles.
Algunos podrían apelar a la siguiente lógica: si se está robando arriba, por qué no hacerlo abajo y en el medio. Así estamos todos empatados. La conclusión es la peor porque apunta hacia una convención delincuencial, en la que ser corrupto se convierte en una práctica aceptada sin mayores objeciones.
Desde mi óptica, la parte maleada de la sociedad por una corrupción macro y micro -que sabe vestirse de frac y de andrajos– es menor, pero ruidosa, porque se exhibe sin rubor, con algunos de sus oficiantes rodeados de privilegios, de distinciones y tolerancia de parte de quienes están llamados a hacer cumplir las leyes.
Los indignados son más y pueden crear una masa crítica, organizada, sistematizada y programática para cercenar la cabeza al monstruo. La presión social es importante en esta tarea. Debemos apoyarla y apreciarla.
Conozco núcleos en el corazón de la sociedad que empiezan a trabajar, con visión de largo plazo y sus propios recursos, en la formación de una nueva ciudadanía que impondrá cambios en el quehacer político, la gran fuente de irradiación de la maldita corrupción. Vamos a sumarnos todos.
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