Robin Williams (no el cantante, no el actor) es un diseñador gráfico que me ha enseñado un par de trucos de comunicación muy valiosos, que van mucho más allá del diseño.
Williams empieza su libro The non designer’s design book nombrando los principios básicos del diseño, que no son otros que contraste, repetición, alineación y proximidad. Pero antes de explicarlos con amplitud, cuenta una corta historia que titula “La epifanía del árbol de Josué”, para resaltar la importancia de nombrar estos conceptos.
Narra el diseñador que estando una Navidad en casa de sus padres le regalaron tres libros para identificar seres vivos. En uno de ellos, encontró la foto de un raro árbol que no conocía, el Árbol de Josué, y se dijo: “Qué extraño que en el norte de California no tengamos ese tipo de árbol y que no haya visto nunca uno de ellos”.
Williams tomó el libro y salió a la calle para asegurarse de que efectivamente no había árboles de Joshua en las cercanías. Grande fue su sorpresa cuando descubrió cuatro de ellos tan pronto como abrió las puertas de su casa paterna, específicamente en los jardines frontales de cuatro de las seis casas que componían el cul-de-sac donde vivían sus padres. Prosiguió la inspección con un paseo por la cuadra, y mayor fue su sorpresa al notar que 80% de los arboles del vecindario eran árboles de Josué.
“¡Había vivido allí quince años de mi vida y nunca los había visto!”, exclama el diseñador. A partir de ese momento, cuando tuvo consciencia del árbol de Josué, cuando conoció su nombre, empezó a verlo por todas partes. “Ese es exactamente mi punto: una vez que puedes nombrar algo, eres consciente de ello. Tienes poder sobre él. Eres dueño de él. Tú estás en control”.
Creo que esa es la razón por la que las chicas les ponen sobrenombres a “sus” chicos: “Gordo”, “Flaco”, “Bebé”, “Mi osito”, “Mi ratoncito”, etc. Es su manera de acercarlos, pero también de domesticar a “esos animalitos salvajes”.
Por la misma razón, cuando las chicas se enojan con “sus” chicos, empiezan a llamarles por sus nombres de pila, a veces con su primer y segundo nombre, y hasta con sus apellidos incluidos, dependiendo de cuán grande sea el enojo y cuánto quieran expresar distancia. Lo mismo vale para sus hijos: “¡Ramón Ernesto, para donde crees que vas!”
Tengo una amiga que si no le pone un nombre a su carro no siente que es de ella ni llega a quererlo. Su actual yipeta se llama “Carola” y su auto anterior se llamaba “Pancho”.
La práctica de nombrar o naming, como se dice en marketing a la tarea de nombrar empresas o productos, tiene efectos sicológicos que van más allá de lo que cualquiera pudiera pensar. En mi trabajo de consultor de comunicación, me empeño en moverme del “storytelling mode” al “storydoing mode”, porque estoy convencido que en el fondo hay mucho más que un cambio de nombre: mi cabeza se cablea de un modo diferente para crear estrategias más orientadas a la acción que a la comunicación
Esa también es la razón por la que me empeño en designar con nombres propios los problemas de comunicación que me toca resolver. Cuando logro ponerles nombres, siento que los domino, que los he diagnosticado bien, lo que para mí significa que tengo la mitad del trabajo hecho y casi el problema resuelto.
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