La gente sensata de este país, incluyendo a entes del Gobierno, apostaron por la estructuración de un expediente contundente, blindado con pruebas irrefutables y evidencias imbatibles que hiciera del caso Odebrecht un proceso icónico contra la corrupción y la impunidad, que son el apocalipsis de nuestra sociedad.
La judicialización del asunto basada en esos ejes no sólo conferiría credibilidad y apoyo masivo al Ministerio Público, sino que impactaría positivamente al propio Gobierno desde el punto de vista de la recuperación de la imagen y la tranquilidad requerida para la concentración en la tarea de dirigir la nación.
Al margen de todo el aparataje teatral y de la narrativa adjetivada, propia de un lenguaje emocional que resta mérito a la argumentación racional de cualquier expediente que aspire a sostenerse en los tribunales, las pifias y las ligerezas han hecho del caso Odebrecht algo muy próximo a un circo.
Las delaciones provenientes de Brasil, imprecisas, dubitativas y cargadas de subjetividad, debieron haber sido un punto de partida para una profunda investigación que, obviamente, requería tiempo, pericia, inversión de recursos y, probablemente, contratación de refuerzos profesionales por parte de la Procuraduría General de la República.
Los razonamientos del voto disidente de la jueza Miriam Germán, presidenta de la corte que conoció la apelación de los encartados a las medidas de coerción impuestas por el magistrado Francisco Ortega, son una clarinada sobre el fallido derrotero que seguiría en juicio de fondo un expediente con tantas lagunas, debilidades e inconsistencias.
Obviamente, ese enfoque de la magistrada se articuló bajo el supuesto de que con el caso Odebrecht prevalezcan el debido proceso, el estado de derecho y no el fusilamiento judicial que algunos llaman populismo penal. Tengo la presunción de que el tema se consolida como una bola de nieve, extiende su vigencia en la opinión pública y entrega más combustibles a la Marcha Verde, hoy más llena que nunca de suspicacias.
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