Si en el país existiera una conciencia clara y robusta sobre la eficiencia de los mercados, todos saldríamos a reclamarla como Fuenteovejuna, con más ímpetu y articulación que la histórica campaña a favor de la entrega del 4% del PIB para la educación.
Quienes tienen la oportunidad de visitar otros países confirman de inmediato –con simples comparaciones empíricas– que República Dominicana es una economía realmente cara, al margen de una calidad en los servicios que genera pánico.
El contraste entre el ingreso medio de la población y los precios de los alimentos, medicinas, bebidas, así como los diferentes tipos de servicios básicos, es algo trágico, que reafirma el arquetipo del ciudadano sacando de abajo para sobrevivir.
De alguna manera esto explica el pluriempleo, la coima, la mordida, las comisiones, los peajes y otras prácticas ilegales de gente ansiosa que busca elevar su nivel de vida o mantener estable el status quo en un país con tasas impositivas muy altas, aunque, contradictoriamente, con baja presión tributaria.
La falta de competencia y de regulación de los mercados es causa matriz del costo casi insostenible de la economía, de la baja calidad de vida, del atraso, del bloqueo de oportunidades para emprender y de la vigencia de prácticas ferozmente anticompetitivas que nos hacen cada vez menos libres.
Luchar contra el aberrante fenómeno de la falta de competencia es un ejercicio digno, humano, aunque altamente riesgoso, pues el poder monopólico siempre se rodea de lo peor de la sociedad para justificarse: sujetos egoístas capaces de cualquier cosa para quienes la patria está en el bolsillo y en el abultamiento de su billetera, con la que pueden hasta comprar por libra la opinión favorable.
La competencia sana resuelve varios problemas a la vez: obliga a las empresas a ser eficientes, ingeniosas, creativas, da origen a múltiples negocios, hace a los ciudadanos más felices con variadas opciones de consumo a mejores precios y facilita margen para el ahorro.
El gobierno que entienda esto e impulse un régimen de verdadera competencia –venciendo los poderes fácticos y corporativos que la obstruyen- hará que el país de un salto cualitativo en su desarrollo y, por supuesto, se casará con la gloria.
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