Una relación vertical es aquella donde uno manda y el otro acata. No importa si se trata de una pareja, un jefe, un amigo o incluso alguien de la familia. En ese tipo de dinámica, uno siempre está arriba y el otro abajo. Uno tiene la última palabra, y el otro la obligación de aceptar sin cuestionar. El afecto, si existe, está condicionado: se recibe mientras se obedezca, se acate, se adapte. Es un tipo de vínculo que, aunque pueda parecer funcional, en realidad desgasta.
Las relaciones verticales confunden amor con control, ayuda con poder, y cercanía con vigilancia. Se alimentan del miedo, la culpa o la necesidad de aprobación. Y lo más peligroso es que muchas veces las normalizamos. Porque nos enseñaron a ver la jerarquía como sinónimo de respeto, y a callar como señal de madurez. Nos dijeron que cuestionar es faltar el respeto, y que obedecer es señal de cariño. Pero eso no siempre es verdad.
Hay otra forma de vincularnos. Una más sana, más humana. Las relaciones horizontales. Esas donde nadie está por encima de nadie. Donde las opiniones se escuchan, no se imponen. Donde los errores se corrigen sin humillar ni destruir. Donde hay respeto mutuo, impulso, mirada al mismo nivel. No se trata de que no haya liderazgo o guía, sino de que el respeto nunca se pierda en nombre de la autoridad.
En una relación horizontal hay espacio para ser sin miedo. Para hablar sin andar sobre cáscaras de huevo. Para decir lo que se siente sin medir cada palabra como si fuera una prueba. Para construir desde la diferencia, y no desde el sometimiento. Para que el cariño no dependa de cuán útil, obediente o silencioso seas.
No se trata de volverse rebelde por gusto, ni de rechazar toda estructura. Se trata de aprender a distinguir cuándo un vínculo te crece… y cuándo solo te encoge. Porque crecer no es escalar sobre otros. Es avanzar juntos. Es caminar a la par, aunque a veces uno tenga más claridad y el otro más dudas. Se trata de equilibrio, no de superioridad.
Y eso no se logra cuando uno brilla y el otro se apaga. Se logra cuando el brillo se reparte, cuando el poder se equilibra, y cuando el amor no necesita aplastar para sentirse fuerte.
Al final, la pregunta que queda es sencilla:
¿Con quiénes puedes ser tú… sin sentir que debes agacharte?
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