El clamor y el énfasis con que sectores de la sociedad civil presionan por la aprobación de la ley de partidos dan la sensación que el marco legal sería la pierdra filosofal o una suerte de vellocino de oro que hará de nuestras organizaciones políticas una constelación pura y luminosa.
Pienso que más allá de la legislación –que sin dudas será aprobada, aunque sabemos que devendrá en un traje a la medida y que su sistema de consecuencia será “merengueado”– las fuerzas sociales deberían demandar de la élite política un compromiso ético y una renovada profesión de fe en el desarrollo de la República Dominicana.
Esto no se consigue solamente con una ley, sino con voluntad y la convicción de que el ejercicio de la política debería ser un servicio público en busca del bien común, el bienestar de la gente, la consecución de sus metas, sus sueños y el engrandecimiento de la patria.
De muy poco serviría una ley de partidos si hacer política continua siendo el principal medio de movilidad social de pequeños núcleos de personas por la vía del enriquecimiento ilícito con los recursos del Estado.
En ese contexto, al margen de una ley para regular a los partidos, estas instituciones deberían autorregularse, establecer modelos de gobernanza que ayuden a prevenir el peculado, el tráfico de influencia y la conversión de estos órganos de la democracia en corporaciones mercantiles.
Aquí contamos con bloques de leyes para una administración pública transparente, sana y eficaz, que instauran mecanismos de compras, rendición de cuentas, escrutinios y procesos públicos, pero la corrupción no se detiene. Se solapa.
Esas estructuras legales estrictas no han evitado que los astutos de siempre sigan expoliando el Erario, robando a la franca a pesar de las licitaciones, en complejas componendas delincuenciales difíciles de comprobar. Es decir, ahora tenemos asaltantes más finos e inteligentes. No bastan las leyes sin una transformación ontológica del ser político dominicano.
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