Admito que soy reiterativo ante el fenómeno: el periodismo se ha convertido en receptáculo de elementos pestilentes, que fracasaron en sus antiguos oficios y han detectado que ser “comunicador” es una oportunidad para recuperarse y, de paso, ganar ciertas cuotas de poder que emplean con malas artes.
Como no tienen conocimiento, ni les importa, de la más elemental norma del ejercicio periodístico, devienen en entes petulantes, se creen inexpugnables y hasta, en un caso de estudio para los siquiatras, juran que son presidenciables y con toda osadía nadan contra corriente, aunque de frente tienen un grueso muro para estrellarse haciendo añicos su ego.
En esa esfera seudoperiodística, con base en la posverdad y la “fake news”, emergen unos sujetos clandestinos con emprendimientos “informativos” digitales usados para difamar, dañar honras de terceros y tratar de crear agendas políticas en las que dando la cara nunca han sido exitosos.
La cobardía de estos degenerados, que es parte de su naturaleza llena de historias repugnantes, los lleva a operar detrás de un antifaz, que es su espacio de confort, aunque demuestran una patética falta de inteligencia que los incapacita hasta para crear seudónimos que den un mínimo adobo de credibilidad.
Tampoco saben guardar las apariencias con el campo semántico ni el “choice of words” usados para injuriar, pues son los mismos que definen su vida pública. Por eso se les ve de lejos en refajo. El peor error de cualquier afectado sería enfrentarlos, porque eso equivaldría a batallar en el lodo, que es su hábitat, donde siempre ganan. Un silencio que duela y una ignorada urticante son las más contundentes respuestas. Lo contrario es legitimarlos y promoverlos.
Una pena que –aún con su debilitamiento– este mal no sea parte de la agenda del Colegio Dominicano de Periodistas, de la Sociedad Dominicana de Diarios ni de la Sociedad Interamericana de Prensa. El periodismo profesional sufre una gran orfandad y la invasión de una horda con los más bajos instintos.
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