Es axiomático. Una gestión empresarial, política o social sin plataforma de comunicación corre el riesgo de pasar sin pena ni gloria. Los hechos que la sustentan pueden ser altamente relevantes, pero si no se comunican no existen. Así de simple.
Esto es un enfoque empírico que merece una investigación a fondo, pero tengo la percepción de que tímidamente las organizaciones comienzan a incorporar en sus presupuestos partidas para comunicación fuera de los ámbitos del marketing y la publicidad.
Se trata de unas pocas entidades visionarias cuyos líderes están conscientes de que estar al margen, sustraerse y asumir una conducta eremítica, de convento corporativo o institucional es como escribir su propia motivación para una sentencia de muerte.
Los manuales más elementales de comunicación corporativa advierten que el peor escenario de cualquier entidad en el armazón social es ser fatalmente conocida con el destape de una crisis inesperada, sin antes haber ganado aprecio público.
Pero la comunicación no hace milagros. Acompaña procesos para proyectarlos, consolidarlos y construirle percepciones adecuadas. No cambia la realidad y si juega un rol de “cover cap” siempre será de corto a plazo. La verdad al final se impone.
Una gestión basada solamente en propagandas podrá sumar adeptos, montarse en la cresta de una ola de popularidad, hallar las más abundantes expresiones de admiración, situarse en las nubes.
El problema es que si no está respaldada por hechos incontrovertibles, sólidos, asibles y medibles, la comunicación no impedirá la aparatosa caída de su imagen. En esto soy apocalíptico.
La ecuación perfecta es, pues, impulsar cambios, conseguir resultados con efectos positivos y duraderos, comunicarlos y crear compromiso colectivo de continuidad. Un buen relato sin esos elementos tiene sobre sí todo el riesgo de convertirse en leyenda urbana hueca. Y entonces sobreviene el comienzo de la decepción.
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