El poder de la percepción es inconmensurable y su motor por excelencia -que es la comunicación– la amplifica creando realidades irrefutables, aunque carezcan de bases concretas; profundas verdades rellenas por dentro de grandes mentiras, fábulas que se convierten en respetables testimonios y relatos urbanos oficializados como indudables historiografías.
En la era de la interacción todo se comparte, nada es absolutamente privado y las paredes son porosas, por lo cual vale tanto la estrategia de comunicación como los estudios de factabilidad, financieros, de mercado y de impacto ambiental a la hora de empujar un proyecto de negocios.
Las buenas prácticas, el gobierno corporativo, el cumplimiento de la ley, la calidad de los bienes y de los servicios pueden hablar por sí solos, pero necesitan cabalgar sobre un relato para ser creíbles, asimilables y aceptados. No basta hacer; hay que decir. De ahí se deriva la expresión lapidaria ya muy masticada: el silencio no es rentable en esta época.
Pero, cuidado. No se trata de un ejercicio pregonero sin orden alguno ni de reeditar las clásicas urracas parlanchinas de nuestra mocedad, porque se corre el riesgo de crear solamente ruido, desentonar y –probablemente– colocar bloques en la Torre de Babel de quienes confunden la comunicación estratégica con presencia mediática hueca y fastuosa.
Empresas, instituciones y marcas bien comunicadas –agregando permanentemente valor a sus intangibles– establecen un cosmos de influencia positiva que abarca lo simple y lo complejo, creando una percepción desde la web, las redes sociales, el tono, el lenguaje, los colores, la presencia de su gente, el orden, la limpieza, la decoración, el logotipo, la taza del café y hasta los aromas de su atmósfera.
Concatenados estos elementos con la confianza en el servicio, la respuesta oportuna, la vocación por ofrecer eficientes soluciones al cliente, al accionista, al suplidor y el cumplimiento sin brechas ante los reguladores del mercado, estamos en condiciones óptimas para construir un relato exitoso.
Con esta base –a la que se integran un código de ética respetado y la felicidad laboral que convierte a cada colaborador en genuino embajador de la marca–, la percepción se escribe en muros de piedra y no en la arena a merced del viento y del tiempo, descubridores de todas las mentiras.
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