Este debe ser uno de los términos que –desde su semántica hasta las malas prácticas que desencadena– más daño le ha hecho a la democracia, la institucionalidad y el manejo transparente de la gestión pública en la República Dominicana.
Yo creo que ya el “timing político” es una categoría filosófica instalada en nuestro hipotálamo, esa glándula hormonal del tamaño de un guisante que, situado en el centro del cerebro, envía instrucciones a todo el cuerpo. Ha de tomarse en cuenta al desarrollar cualquier estudio del ser dominicano.
En estos días he escuchado con marcada decepción a ciudadanos que se han pasado la vida luchando públicamente por el funcionamiento efectivo de las instituciones, considerar inorportuno el cumplimiento de normas y leyes bajo el alegato de una supuesta contaminación del entorno político.
Aquí se asimila como algo normal, prudente y táctico que en medio de la campaña electoral el Estado sea difuso, renuncie a su rol de procurar el bien común y mande de vacaciones las leyes para evitar “malas señales o lecturas” que no convengan a los objetivos políticos del momento.
Esta visión tan arraigada me lleva a la conclusión de que para conseguir un país institucionalizado no basta con el enérgico activismo financiado de grupos de la sociedad civil –a veces con el sello de la perversión en la frente- , la denominada “presión ciudadana,” expresada en manifestaciones públicas ante las instancias de poder o la vocinglería “socialcivilesca” en medios en comunicación.
Se requiere una transformación del ser dominicano, una revolución ontológica, que permita creer en lo que hacemos y demandamos. Predicar con el ejemplo, ser radicalmente coherentes y despojarnos de ese maleficio, que nunca cesa, del “timing político” como condicionante de las decisiones institucionales y legales oportunas.
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