El grito se escucha en lo más recóndito del mundo, las entidades dedicadas a la realización de mediciones lucen los mejores logros estadísticos del fatalismo que alimenta su ánimo: inseguridad en las calles, violencia, drogas, corrupción administrativa, falta a la verdad, irrespeto para sí y para con los demás, preeminencia de anti valores. Los llamados a proporcionar las condiciones para la imposición del bien, no alcanzan a proporcionar una respuesta lógica a los reclamos de la población, para el logro de las tan anheladas condiciones de vida.
Las respuestas más socorridas son: la búsqueda incesante de lugares en el mundo, con estadísticas peores, queriendo justificar nuestra situación, con que los hay peores; un torpe e irresponsable ejercicio, pues el hecho de que los hay no significa que nosotros estemos bien. Esto, en manera alguna, significa que nuestro escenario dejará de percibir malestar. Es tonto que la población se tranquilice al saber que otros están peor, pero es desleal y más tonto aún, de parte de las autoridades, querer tapar nuestras debilidades con las debilidades ajenas.
Lo responsable sería lanzarse todos, autoridades y comunidad a la búsqueda de las razones que impulsan a la ocurrencia de esos eventos, no deseados.
El punto de partida, para descubrir las raíces del problema, lo encontraremos en el mal o buen modelaje de todos los que actuamos como autoridades, sobre los elementos en proceso de formación, sobre las generaciones relevo. Padres, profesores, autoridades políticas y autoridades comunitarias.
Resulta un gran acto de hipocresía considerar que el modelaje caracterizado por la ejecución de actos reñidos con la moral y con la ley, pasan desapercibidos para el público frente a la pasarela. No es así, el auditorio lo sabe y calla, porque la mayoría está esperando sus minutos en el escenario y allí está la población joven, el relevo generacional.
El modelaje defectuoso, personificado en la malversación de fondos, el exhibicionismo, la jactancia; apoyándose en los bienes obtenidos, de manera dolosa; actúa como incentivo para que aquellos dotados de la audacia suficiente desafíen la ley, porque la consideran cómplice de los delincuentes vinculados a estructuras.
Los delincuentes encumbrados son más dañinos para la sociedad que los simples rateros; no solo por el volumen de lo que hurtan, sino porque regularmente están en la responsabilidad de velar para que no ocurran hechos reñidos con la ley. Porque están destinados a modelar una conducta digna de ser imitada.
Todo eso ocurre sin que notemos el cambio, los hombres comienzan a pesar más que las instituciones. Sabemos que la razón de la existencia de las instituciones es evitar que los caprichos, los vicios de estos se adueñen de las decisiones a ser tomadas en la sociedad. Pero las sociedades viven a veces espacios oscuros, de su desarrollo histórico, en que el hombre llega a corromper a las instituciones de tal manera que estas lucen arrodilladas ante aquellos.
La familia, la escuela y la comunidad, como si despertaran de un largo sueño, deben reclamar su soberanía sobre el individuo e inducir a este, desde edades tempranas, a regresar al orden de las acciones, derribar los ídolos a los que se sirve con una simple corona y volver a las ideas para seguir el testimonio de aquel al que decidimos adorar.
Como dice Juan Duco en su artículo «Regreso a Duarte»: Lo que hace falta es el regreso a Duarte y a los trinitarios; ir más allá del simple elogio a los patricios y a sus acciones imperecederas. Hay que confrontar lo que hacemos hoy con lo que hicieron los padres fundadores; intentar –siquiera intentarlo– colocarnos bajo su sombra generosa y beber en la fuente prístina de su ejemplo. La revolución educativa debe aspirar, en sus objetivos, a que la sociedad regrese a explotar esa cantera de valores, por tanto tiempo abandonado.
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