Las buenas relaciones que sostenemos como personas nacen del conocimiento mutuo, cultivado en el tiempo de convivencia. Así lo hacemos con una mascota, una plantita y hasta con un espacio físico, que nos evoca momentos felices.
La característica física ineludible, para cualquier especialista que se refería a nuestro territorio, era el verdor de nuestros valles y montañas. En contraste con la aridez del tercio de isla, que ocupan, los haitianos, nuestros vecinos de la parte oeste.
Esas diferencias están marcadas, por las formas en que se dan los desenlaces históricos, en que cada nación, rompió las cadenas que les ataban a la vieja explotación colonial.
En el caso de los haitianos, que estaban sometidos a una esclavitud rígida, abusiva y criminal basada en la economía de plantaciones. Aprendieron a odiar todo lo que estaba relacionado con el modelo de explotación y de este lo fundamental era la tierra.
Una vez alcanzada la libertad, basándose en ese odio, iniciaron el exterminio de todos los elementos relacionados con el modelo productivo. Eso incluía la destrucción de la riqueza vegetal que poseían sus tierras.
Nuestro caso, la ruptura con el modelo colonial, no arrastra ningún trauma relacionado con el modelo productivo, porque nunca tuvimos sometidos a una esclavitud rígida y mucho menos relacionado con la tierra y la naturaleza.
Las principales acciones depredadoras, vinculadas a la ruptura del modelo colonial, para República Dominicana, la constituyeron el establecimiento de corte madereros, como actividad productiva legal, durante la primera República y que nos expropió de una gran extensión de bosques de caoba y el conuquismo, del que aún no nos desprendemos.
También de significativa importancia es haber dependido, como país, durante muchos años del cultivo de caña de azúcar. Pues como sabemos este cultivo es incompatible con los bosques.
En nuestro caso la mayoría de las acciones, han sido fruto de la orientación asumida por la producción nacional, en momentos históricos dados.
Nuestra relación con el campo, según el transcurrir de los años, ha variado de manera significativa. Para la década de los 60, la mayoría de la población dominicana, vivía en el campo y aunque las relaciones, no eran del todo armoniosas; los daños que se infligían eran soportables, para la época.
La tarea que habría de ocuparnos hoy, es como lograr que las familias, tengan una relación cercana con nuestras montañas, capaz de generar conocimiento y amor por estas.
Durante las décadas 60 y 70, gran parte de la juventud, de manera equivocada, lo sabemos ahora, tuvo tentada a responder al llamado, de las montañas, fusil en manos con la mochila llenas de balas. Muchos lo hicieron, nuestro respeto para ellos. Dieron sus vidas, en total apego a sus convicciones. Allanaron el camino, para conseguir la paz que disfrutamos hoy.
De nuevo, hay un llamado: el objetivo de desarrollo sostenible #15, nos convoca a volver a las montañas, acompañados de nuestros hijos y nietos; esta vez, las mochilas llenas de semillas, plantas y en vez de fusil; una coa para sembrar. El fin establecido, como dice el objetivo en sus primeras líneas, “Proteger, restablecer y promover el uso sostenible de los ecosistemas”.
Volver cada año, ver si prendió lo plantado y así por generaciones hasta lograr conquistar con verdor, todas nuestras montañas.
La última experiencia de niños exploradores en el país no sobrevivió a los años 60. Era frecuente en campos y ciudades, ver a los niños exploradores, en correcta formación militar; listos para entrar en contacto vivo con la naturaleza.
La familia dominicana no hace campamento con sus hijos en bosques, montañas y ríos. Las escuelas y colegios no promueven ese tipo de actividad. Nuestros niños y jóvenes no conocen nuestros parques nacionales; salvo videos y fotos. Conocer va un poco más allá.
Dice Confucio: “Lo oí y lo olvide, lo vi y lo entendí. Lo hice y lo aprendí”.
La mayoría de nuestros jóvenes, entre 15 y 35 años nunca han visto armar, tampoco usado, una casa de campaña, para pernoctar en el monte. Nunca han visto las montañas más cerca de lo que alcanza su vista desde la carretera.
Por la ruta que vamos, tampoco lo harán sus hijos ni sus nietos.
Estamos seguros de que si se hace un estudio entre niños de 7 a 14 años de edad, provenientes de las zonas urbana, en un escenario diurno, donde estén rodeados de árboles y lianas, más del 75% declarará tener miedo, el 10% lo tendrá, aunque no lo declare. Si el escenario es nocturno, el miedo será de un 100%.
Es normal, pues ocurre que no se han relacionado con nuestra naturaleza, no la conocen y por tanto, le genera miedo como consecuencia de esto, no le pueden amar ni defender.
A ellos les tendremos que entregar en los años venideros, el cuidado de nuestra naturaleza.
Es tiempo de que nuestras autoridades, educación, turismo, gobiernos locales y medio ambiente, pongan en ejecución un plan, tendente a inducir a la población, a recorrer nuestras montañas; movidos por los intereses: artísticos, ecológicos, históricos, etc.
¡Qué bueno sería recorrer las rutas, seguidas por Manolo Tavares, en Las Manaclas, en 1963, Francisco Alberto Caamaño, en 1973, desde playa Caracoles o de Francisco del Rosario Sánchez, desde Haití en 1861!
Todo eso, mientras sembramos, en esas montañas, el futuro de nuestros hijos, y nietos, desde una perspectiva, diferente a la de nuestros héroes.
“La montañas nos llaman, este reto, no lo podemos eludir”.
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