Esta sociedad urgente, neurótica, de ambiciones desproporcionadas, multitudinaria y a la vez sola, pierde valores a toda velocidad en la medida en que provee a unos pocos poder y riqueza fáciles e inequidad y exclusión a muchos.
En ese marco, un servidor público resulta ser un infeliz, un “buen pendejo”, que ni lava ni presta la batea, cuando administra presupuesto sin robo ni desvío de activos del Estado hacia su patrimonio personal.
Si hace lo contrario, es un “verdugo”, un tipo hábil, inteligente, eficiente, con un futuro prometedor en política, que se defiende y piensa en el bienestar de su familia y sus amigos dando “grasa”. Es un sujeto desprendido, paradigmático y progresista.
El primer prototipo genera repulsa y es visto como un mal ejemplo. Podría no disfrutar de favorabilidad en la opinión pública dominante –aquella que es comprada por libra– y concita peticiones de destitución de parte de los corifeos de la corrupción.
A veces resulta incómodo, especialmente si es un regulador, y se gana la etiqueta de roscaizquierda que ahuyenta la inversión privada creando “problemas innecesarios” al gobierno. En fin, es un obstáculo para ciertos intereses que buscan realizar la factura resultante de la financiación de la campaña, como si fuese un “sacrificio” patriótico merecedor de agradecimiento.
El segundo recibe vítores y aplausos –por ser un funcionario que “resuelve”– y despierta grandes manifestaciones de solidaridad reivindicando su inocencia en momentos difíciles, como el sometimiento a la justicia, el apresamiento o la remoción del cargo en medio de escándalos.
Obviamente, toda esta obsequiosidad no va dirigida a su persona, sino a su posibilidad inagotable de comprar voluntades y repartir favores, gracias a la portentosa fortuna extraída del erario para hacerse un ente aceptable, perfumado, agradable a la vista, “decente y solvente”, que no anda dando pena con los bolsillos vacíos.
Estamos muy mal como sociedad. Estos retorcimientos nos hacen pagar un precio muy alto, ahora con terror y sangre.
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