La madurez institucional comienza por la conciencia cívica de los ciudadanos y el férreo compromiso de cumplir la ley en todas circunstancias, que equivale a tener un firme contrato social bajo el cual funciona la sociedad de manera ordenada, aunque no perfecta, pues siempre alguien se saldrá del carril, activando los controles fácticos de quienes están llamados a hacer cumplir las normas.
No sé si en países que fueron colonias, conquistadas a sangre y fuego, con la imposición de una superioridad política, económica y hasta militar, entre ciertos núcleos sociales se transmiten en forma intergeneracional los genes del apocamiento, el complejo de inferioridad y el culto a lo foráneo como lo más acabado, preciso y aceptable.
Por eso me apenan las fiestas patronales en el corazón de quienes consideran como la redención nacional la insolente carta de un legislador americano de turbia trayectoria, inmiscuyéndose en asuntos que deben ser resueltos por los dominicanos.
Lo más humillante de la misiva, puesta a circular profusamente en el mentidero de Whatsapp, es su apelación a un dios todopoderoso enquistado en el olimpo del Departamento de Estado para que defina el destino político de nuestro país. El aplauso y la defensa de este desatino ponen ante el espejo ciertas autoestimas que, sin dudas, requieren servicios siquiátricos urgentes para ser rescatadas.
De igual manera, resulta bochornosa la reacción de patrioteros de nuevo cuño en defensa de una soberanía que siempre han mancillado y de una dignidad nacional pisoteada por sus apetencias desmedidas y prácticas indelicadas, que han convertido al Estado en su feudo personal y en su vaca lechera en el rol de paladines de la inequidad.
No quedan atrás los oportunistas, que asumen el atrevimiento del legislador americano como un trampolín para congraciarse y, tratando de venderse como los ungidos, legitiman que el coloso del norte mantenga su añeja facultad de quitar, impedir y poner presidentes en República Dominicana, bajo el supuesto de que les llegó la hora de colarse. ¡Qué sociedad, Dios mío!
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