La lectura del libro Lean in, de Sheryl Sandberg, me hizo empatizar con el mundo femenino de una forma que nunca antes había logrado en decenas de conversaciones (y discusiones) con mujeres sobre la mujer en el mercado de trabajo, la política y los roles de pareja. El logro es más el resultado de las historias que cuenta la autora que de los conceptos y estadísticas que también desgrana. Son historias propias, de colegas, compañeras de trabajo y seguidoras.
Este libro seguramente tiene un mayor número de lectoras que de lectores, con diferencia, pero para alcanzar la meta que propone (gobiernos, industrias y casas gobernadas por hombres y mujeres en una proporción 50/50) lo ideal sería lo contrario: que la proporción de lectores versus lectoras fuera algo así como 70/30.
Además de ayudarme a empatizar mejor con el mundo femenino, el libro de Sandberg, contrario a la intención de la autora, reafirmó mi convicción de que muchas mujeres involucradas en la discusión de género le restan fuerza al discurso al enmarcar como un problema de género cualquier problema humano, sea este muy serio o una fútil interacción cotidiana. Y esto atenta contra el avance en la búsqueda de la equidad, porque enrosca a los hombres en posiciones tradicionales.
Mi otra convicción reafirmada, como un efecto colateral a temas que Sandberg apenas roza en su libro, es que no hay manera de que las mujeres avancen significativamente, como colectivo, si más mujeres no participan activamente en la política partidaria y avanzan hacia los puestos de dirección y legislación.
Empujar hacia la la equidad desde el ámbito del activismo, las oenegés y los organismos internacionales, fundamentalmente, será siempre útil, muy útil, pero nunca se pisará el acelerador si más mujeres no entran y ascienden en la jungla de la política partidaria.
El avance de mujer en la política, históricamente, se ha dado de forma lenta, zigzagueante y con reversas, como explica un reciente reportaje de New York Times sobre las mandatarias en América Latina. En los años de transición entre esta década y la anterior los gobiernos de Costa Rica, Chile, Argentina y Brasil eran encabezados por mujeres, pero al día de hoy solo Chile tiene una mujer al frente del Estado, y todo apunta que Michelle Bachelet terminará su gobierno con una bajísima tasa de aprobación.
Sin embargo, enmarcar el retroceso que en los últimos años ha tenido este proceso como un asunto de misoginia o de prejuicios de género, como ocurre en el citado reportaje, no va a aportar a la causa, porque no luce razonable. No creo, como ha dicho Dilma Rousseff, que la misoginia haya sido un factor importante en su desplazamiento del poder en Brasil. Simplemente, terminó la época de vacas gordas en la economía de ese gigante suramericano, la corrupción de la clase política se hizo insostenible y ha habido una insólita rebelión de los jueces frente a los políticos, entre otros detonantes irrefutables. Ese vendaval también ha azotado al archipopular ex presidente Lula, sobre quien pesa una condena de cárcel; y tiene colgando de un hilo la presidencia de Michel Temer, como una de muchas pruebas de que el hartazgo de la población no tiene preferencia de género. Por supuesto, la competencia política es dura y a veces puede ser cruel, abyecta y conspirativa, y es parte de lo que también se está viendo en Brasil, con independencia de la cuestión de género.
Hillary Clinton no perdió las pasadas elecciones estadounidenses por un asunto de género, sino por una mezcla de razones objetivas, tales como el contexto político norteamericano, las debilidades de la candidata demócrata y la pasión de los seguidores de Bernie Sanders, que prácticamente dividió a los simpatizantes demócratas. No quisiera admitirlo, pero también lo fue el hecho de que Trump se mantuviera apegado a un mensaje que conectó con muchos votantes, mientras Clinton erraba de un mensaje a otro, al punto de que al día de hoy poca gente puede recordar cuál era su lema de campaña.
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