En mi trayectoria de periodista –desde mis pininos en San Juan de la Maguana en manos de Casandro Fortuna- no he tenido la oportunidad de interactuar con redactores más ágiles, precisos y punteros como Marino Arias Bentancourt y Roberto Lebrón.
A Lebrón, quien se nos ha ido con la misma rapidez de sus dedos sobre el teclado, le conocí en el vespetino Última Hora en mi brevísimo paso como subdirector al lado de uno de mis maestros fundamentales y director de siempre, Osvaldo Santana.
Arias Bentancourt (Marinito) fue mi gran impresión detrás de una máquina Olympia, un verdadero correcaminos, cuando, al iniciar la licenciatura en comunicación social, me enganché a redactor en Noti-Tiempo de Radio Comercial.
Lebrón tenía una ventaja comparativa. No sólo fue buen redactor –que rompió el mito de la falta de tiempo para armar una buena historia, queja común en los periodistas de ahora- sino que como portavoz hablaba siguendo la misma estructura de la noticia con una maestría indiscutible.
Mi reencuentro con Lebrón fue hace poco en Cuentas Claras, el talk show de la Nota 95.7 FM. Yo me retiraba para dedicar más tiempo a mi firma de consultoría de comunicación y él llegaba a sustituirme. En la transición actuamos juntos en cabina analizando temas de actualidad con una dinámica concatenada.
Detesto dar pésames e ir a funerarias. Esta vez lo hice, aunque de manera fugaz, para tener mi tercer encuentro con un campeón periodístico ya inerte. Decidí ver de soslayo sus desgastados restos en la urna fúnebre, que no guardaban relación con lo que fue: un hombre enérgico, periodista 24/7 con una pasión por el ejercicio que nos unió: descubrir la noticia y ponerla bien en escena.
Me escurrí del lugar antes que llegaran los amigos comunes y me contaran cómo se fue muriendo. Yo no quiero saberlo, porque prefiero quedarme con el Lebrón ameno, ocurrente, vivaracho, competitivo e incansable buscador de noticias. Me resisto a recordarlo con tristeza.
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